La cólera del escolar sentado

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 Por IGNACIO ARANGUREN GALLUÉS

Existió un escritor prolífico al que le arrebataban los textos de las manos. Él mismo se jactaba de ser capaz de escribir en veinticuatro horas lo que los actores le pidieran, en la confianza de que, solo con su firma al pie del manuscrito, aquello iba a funcionar sobre el tablado y arrancaría delirios entre sus heterogéneos espectadores. Este ingenio arrebatado, viéndose mirado por encima del hombro por aquellos otros que apenas lograban hacerse con unos cuantos incondicionales, estando ya hasta las narices, escribió cierto día de 1609 toda una declaración de principios que tituló El arte nuevo de hacer comedias.   

Este fénix de los ingenios, que era un máquina, como podrían haberlo definido cuatrocientos años más tarde nuestros adolescentes, se llamaba Félix Lope de Vega.  En esta obrita escrita en verso, el tal Lope de Vega se despachaba a su gusto  para defender la total libertad de creación del artista, su negativa a someterse a reglas y preceptos, y la necesidad perentoria de que cuanto suceda sobre el tablado conecte de inmediato con su público. De no conseguirlo, Lope advertía a sus lectores sobre las consecuencias de la cólera del español sentado, que se  podría sentir defraudado ante la oferta de la escena. Por eso él, a la hora de escribir comedias, no perdía de vista que frente al tablado, juntos pero no revueltos, se iban a congregar públicos con las más diversas expectativas.  

Ignoraba Lope que, tras el devenir del tiempo, nuestros actuales espectadores jóvenes,  además de ser  mucho más diversos y heterogéneos, vivirían en una continua cultura del espectáculo en la que todo, prácticamente todo, se encontraría a su alcance con solo un click.

¿Qué me ofrece el teatro que me pueda sorprender? Para intentar responder a esa pregunta de los adolescentes, con un rictus de sonrisa algo desconcertado, se encuentran ante ellos sus profesores y los teatreros del hoy. En efecto, ¿cuál es hoy el arte nuevo de hacer espectadores jóvenes?

Proponemos ahora al curioso lector acompañarnos en un rápido viaje por una cartelera imaginaria sobre aquello que la oferta teatral pone al alcance de nuestros adolescentes. Pero esta vez vamos a adoptar la perspectiva del docente. Porque no pocas veces el profesorado resulta ser invisible en este proceso educativo para ser considerado poco más que aquel  acompañante adulto que reparte las entradas a la puerta del teatro.  

Es obvio que para acercar el teatro a los jóvenes resulta imprescindible que la oferta  teatral pueda estar a su alcance. Así se entiende desde ya muchos años con las continuadas ofertas que los teatros públicos hacen a las aulas con espectáculos de interés a precios en algunas ocasiones casi simbólicos. Suele tratarse de grandes  producciones con textos de autores consagrados que se considera conveniente que los jóvenes conozcan. En estas representaciones, casi siempre matinales, se ofrece el mismo espectáculo al que por la tarde asistirá el público adulto.

Pero como esta iniciación al teatro, tirándose de cabeza y de improviso a la piscina, tiene sus riesgos, a menudo surge  una vía paralela de acercamiento del adolescente al teatro. Esta otra posibilidad la desarrollan aquellos espectáculos que pretenden acercarse a los jóvenes espectadores adelgazando complejidades dramáticas, simplificando el lenguaje y optando por una puesta en escena atractiva, directa y sobre todo sensorial. También existe una tercera posibilidad, esta con notable gancho comercial. Es la que proporcionan los denominados espectáculos teatrales juveniles, que tienen sus correspondencias con el cine juvenil, las series juveniles y la narrativa juvenil. Como en botica, hay de todo, aunque en estas propuestas suele abundar cierto ombliguismo acrítico en la visión de la adolescencia frente al mundo de los adultos.    

Aunque corramos el riesgo de simplificar, al acudir al teatro con adolescentes, ya sea para ver espectáculos clásicos, contemporáneos o con propuestas colectivas, a menudo al profesorado le surgen, año tras año,  las mismas preguntas:

— ¿Entenderán los míos ese Shakespeare tan largo y tan culto?

— ¿Me la liarán y tendremos problemas de disciplina?

— Si los llevo al otro Shakespeare, el que se anuncia especial para jóvenes, ¿no correré el riesgo de perder tiempo y energías? Ya me pasó aquella otra vez en la que el espectáculo sí que enganchaba con la muchachada, que  se hartaba de reír y aplaudir, sobre todo en la escena aquella tan divertida en la que Romeo rapeaba con la Julieta, su churri,  antes de hacer sus cositas, alondra más o alondra menos?

— Si me olvido de una vez por todas de la programación, y les llevo a esa otra obra juvenil, ¿no será darles más de lo mismo?

—  Igual les apetece más esa otra que no sé de qué va, pero  en la que intervienen actores de la tele.

— ¿Y qué me puedo saltar de la programación de la materia para llevarlos al teatro?

— ¿Me darán permiso en jefatura de estudios para hacer otra salida fuera del centro?

Desde mi condición de teatrero y profesor de secundaria apenas jubilado tras treinta y cinco años dirigiendo talleres juveniles, desde el respeto a cuantos buscan avanzar, quisiera compartir algunas reflexiones. En la comunicación entre intérpretes y espectadores adolescentes, programadores y teatreros tienden a olvidar la tercera pata que sostiene todo el tinglado: los docentes. Dicho de otra manera, lanzando el guante en cordial desafío: en mi experiencia, el verdadero teatro para adolescentes no se hace en el escenario; se hace en el aula.

No quisiera cargar sobre las espaldas de mis compañeros docentes otra, la penúltima, responsabilidad. Pero, compañeros, no creamos que ver en escena un Valle-Inclán sirve para que los alumnos entiendan mejor las diferencias entre el modernismo y la generación del 98, por si se lo preguntan en selectividad.  No busquemos a los personajes en el escenario, si los docentes no hemos podido o no hemos sabido hacerlos comprender, imaginar y disfrutar en el aula. Y, tras ello, desear verlos con vida en escena. En el aula es donde primero hay que enfadarse o fascinarse con el cabezón del Hamlet y la rebeldía de una tal Adela negadora de sus lutos. En el aula es donde primero hay que deslumbrarse o reírse con  los personajes de Buero, Molière o Sanchís Sinisterra. O comprender la dificultad de escribir una escena que resulte humana, así como aprender  a entrever lo que cada autor dice cuando el personaje calla.  

En el aula es donde hay que hacer el viaje de ida al teatro, para poder hacer en la platea el viaje de vuelta. No importa que en clase hayamos destripado el final del drama o de la comedia. En absoluto. Cuanto se pierda en suspense, se ganará en comprensión.

Creamos, mis colegas, en el poder seductor de los grandes textos, una vez superados nuestros propios complejos de minoría incomprendida que lee cosas raras. Desmontemos de una vez una falacia, esa disyuntiva, tantas veces puro señuelo comercial, entre teatro clásico y teatro contemporáneo. Expliquemos la literatura apasionadamente, como un inagotable repertorio de seres humanos, que en el fondo no resultan demasiado diferentes a nosotros.  

Analicemos con el alumnado antes de salir del centro las claves de la propuesta escénica de la compañía teatral que nos presenta su trabajo. Busquemos toda la información a nuestro alcance y llevemos a la sala la tarea hecha. Sobre todo, tengamos muy claro que no lograremos crear los espectadores del mañana si no logramos crear los de hoy.

No vayamos al teatro con los alumnos porque los de la clase de al lado también van. Seamos honestos. Vayamos porque creemos sin aspavientos en el papel humanizador y socializador del teatro, y porque estamos en el momento justo y en el sitio adecuado para poder hacerlo. Y si, además de creerlo, lo hemos podido experimentar y compartir en el aula convertiremos la asistencia al teatro como en lo que tiene que ser, un momento de encuentro, de reconocimiento y de placer. Prolonguemos al regreso al aula todos los comentarios y debates  para poder sumar y contrastar alegrías, decepciones y discrepancias.  No demos puntada sin hilo y cuidemos el antes, el durante y el después de cada representación como momentos que dejen poso y desafíen la cultura de lo efímero.

Para todo ello necesitaremos que nos dejen a profesores y teatreros trabajar juntos y en silencio sin convertirnos, a los teatreros por un lado ya los profesores por otro, en el arma arrojadiza de los titulares oportunistas. Lorca decía que el teatro es escuela de llanto y risa, y tribuna libre. Nadie pudo definir nunca mejor la importancia del teatro para los niños y adolescentes, su potencial y su sentido humanizador en el aula y en la vida.

Yo estoy convencido de que la cólera del escolar sentado solo se apagará cuando se le permita descubrir fascinado el arma secreta del teatro: esto está sucediendo aquí, ahora, es para ti y te concierne. Estoy convencido también, porque lo he vivido durante muchos años, de que, cuando el telón baja tras una ovación cerrada a los actores por parte de un público juvenil, los intérpretes siempre saben valorar con lucidez qué parte de ese éxito ha correspondido al trabajo de sus profesores. Queridos docentes, mis colegas: desafiemos la cólera del escolar sentado y compartamos con nuestros adolescentes nuestra ilusión ante un telón teatral a punto de levantarse que nos trae la esperanza de que todos los mundos aún pueden ser posibles.

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*Ignacio Aranguren Gallués es catedrático de Lengua y Literatura jubilado, pedagogo, autor y director de teatro escolar y juvenil.

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