Envío 13 (una mastina, dos amigos, flores…)

© Ilustración de Julia D. Velázquez.
© Ilustración de Julia D. Velázquez.

Por ILDEFONSO RODRÍGUEZ

Esos hombres en bicicleta, esos ciclistas que van y vienen, libres, como los perros sin amo; a lo suyo van, solitarios y siempre pedaleando muy despacio.

Escena en un bar atestado, es la Noche de Reyes. En los servicios se ha formado una tertulia de fumadores. Pero ambos servicios, hombres, mujeres, están disponibles, un milagro. Dudo un instante y una chica me señala la, puerta de los hombres. Interviene un tipo: No te preocupes, da igual, aquí todos somos anfibios, más o menos. Anfibios, una clasificación de género en la que ni siquiera Beatriz Preciado había caído.

Salen de un bar dos amigos viejos. Ando cojo, dice uno, cabreado, se ve a las claras que anda bastante cojo. Los demás también, le responde el colega, menudo y zascandil. Todo un modo de relacionarse –leonés, acabamos por decir– está ahí sintetizado, en esa perla.

Se le oyó. Al músico vanguardista, ése, el de la improvisación libre y abstracta, se le oyó ir cantando por la calle: Yo sé que este verano te vas a enamorar, te vas a enamorar, te vas a enamorar…
Ése era yo.

Una mujer da voces desde el balcón de su casa, amenaza, cada vez suenan más amenazantes y poderosas sus voces, crece su ira, compite en volumen con la ambulancia que se acerca…
En otro barrio muy alejado, a la puerta de uno de esos bares residuales, de cuando la ciudad se rozaba con el pueblo, veo a un viejo yeyé, con su refresco en la mano (¿Mirinda?). Lleva el pelo de permanente, ensortijado, teñido de un negro que siempre se conoció como de ala de cuervo; pero la vejez del pelo y el efecto del tinte han causado un efecto devastador, parece borra ese pelo, como el pelucón de un muñeco antiguo, aquel llamado Fantoche. Él, seguro, creía ir a la moda afro. La camisa de satén negro, los vaqueros y los mocasines blancos… Dispuesto para subir al escenario del mítico Festival de San Remo, y por la noche ir al baile de vampiros que se llama Los Modernos. Qué maniquí embalsamado, qué imagen de mi juventud, qué familiar (busqué un espejo y me quise mirar, dice el tango) esa momia al ritmo del twist…
Las dos imágenes, correspondidas,  en la misma mañana, en dos extremos, relativos, de mi ciudad.

“Encendiendo el móvil, apagamos la calle”. (Zygmunt Bauman)

Una perra, una mastina mestiza, de color leche y miel, con las ubres colgantes por los muchos partos, recién detenida por los guardias municipales; la habían atado a un contenedor con una cadena, el rabo entre las patas, temblorosa, miraba a los guardias que, con el teléfono en la oreja, pedían refuerzos a los sayones de la perrera. Aquel modo de mirarlos, sabiendo que allí se decidía su suerte (perra).
Una mañana de diciembre luminosa, pero ya ensombrecida por la escena. Sentí, con total convicción, que la perra era una conciudadana, sujeta a leyes tan desconocidas para ella como para mí, si se les ocurre detenerme.
Ella, madre, sufridora, abandonada, perdida en el mundo. Por  poco tiempo.

Más correspondencias. Escribe Marcel Camus en sus Carnets: “Florencia. En un rincón de cada iglesia, puestos de flores, mantecosas y brillantes, perladas de agua, cándidas”.
Otra mañana, bajo los toldos del mercado estaban esas mismas flores, las flores de la infancia, a plena luz, cegadoras.

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