
La escritora y profesora leonesa Carmen Palomo nos envía un texto en el que reflexiona sobre la fotografía de Marcos López que aparece sobre estas líneas.
Por CARMEN PALOMO
Hay unas páginas en El mono gramático de Octavio Paz dedicadas a analizar con perspicacia la afirmación “la fijeza es siempre momentánea”. Indaga Paz en el contrasentido, intenta dar la vuelta a la proposición, deconstruirla, remontar en el río de los significados, mirarla por debajo de la falda. El autor encuentra una maraña de metáforas ajena a la ortopedia de la lógica. Y recuerda entonces un tordo sobre una tapia rematada con cristales punzantes, una lagartija que es un trozo de mercurio animal, una mata de hojas ardiendo en los colores cambiantes del otoño. Son elementos, átomos, iones que reverberan en el interior de Paz: “están fijos, no allá: aquí, en mi mente, fijos por un instante. La fijeza siempre es momentánea”.
Esta imagen de Marcos López Rodríguez es también otro ión de ese universo tan estático como inconstante. Una primera mirada atiende a sus dualidades: esos dos ámbitos contrastados, la tierra pedregosa y el cielo limpio; dos bicicletas, momentáneamente detenidas, una clara y otra oscura; cada bici, sus dos ruedas; sobre ellas —como el tordo sobre la tapia— dos gansos; uno de los dos gansos con sus dos alas desplegadas. Son esas dos alas, su aleteo (lo contrario de la fijeza es el movimiento), lo que encandila la segunda mirada. Toda la imagen está en reposo salvo el despliegue triunfal de las alas subrayado por la curva victoriosa del perfil del animal. No es una victoria aplastante, sino liberadora. El tiempo no está atrapado en la imagen, sino liberado. Lo atrapado —momentáneamente— es la mirada. Como la fijeza siempre es momentánea, las alas también liberan (de la dualidad, de la distracción, del caos) la tercera mirada. Alas en los ojos.
La escena no es un escenario: nada ha sido preparado, la disposición de los elementos —tantos iones— es fruto del Azar, ese orden escondido donde Dios arrojó los dados. Se alega, contra el Azar, la “voluntad” del fotógrafo: el encuadre perfecto, la misma oportunidad no contingente de la presencia de la cámara, la avidez ante lo visible. “La realidad nos es dada, pero hay que estar ahí, saber mirar, apretar en el momento justo el disparador”, insisten los biempensantes, los heraldos de la voluntad. ¿”Estar ahí”? ¿No es ese momento preciso, el del despliegue de esas alas, esa precisa conjunción del tiempo y el espacio, una coordenada inverosímil, prueba irrefutable —ad absurdum— del Azar? ¿No es la Casualidad la señora y la Voluntad un torpe sirviente que —como decía Lichtenberg de la Verdad— va rompiendo los platos mientras los limpia? ¿No es el fotógrafo —y con él nosotros— otro elemento más, otro ión danzante, al son de la Coincidencia? Espejismo de la Voluntad: post hoc ergo propter hoc.
A nuestro alrededor, un concierto enloquecedor de sincronías, de casualidades, pone la banda sonora a las esferas. Ahí, atisbamos: lo que el recuerdo atesora de forma precaria como revelación, la cámara —traducida a papel revelado— lo atesora en ese otro espejismo en el aleteo de las alas: la fijeza es siempre momentánea.