Días de 2022 (3)

Ilustración: Avelino Fierro.

Avelino Fierro —autor de secciones como “Querido diario”«Calendario»«Desde mi celda», «El cuaderno naranja»«Días de 2021»— continúa, con esta entrega, con su sección «Días de 2022».

Por AVELINO FIERRO

P.—Toda biblioteca tiene su historia… ¿Dónde empieza la historia de la tuya?

R.—Me recuerdo comprando siempre libros. A partir de los 17 años, mi imagen es la de alguien con un libro bajo el brazo. O revistas. Iba casi a diario a la librería de Johnny, Pisa, en el barrio italiano. Me enganché de tal manera, que sigo siendo un adicto. Hasta que no fui a terminar la carrera de Derecho a Oviedo, la rutina diaria era pasar allí gran parte de la mañana. Luego tomábamos unos vinos por la zona y volvíamos por la tarde. Después del cierre, íbamos al barrio Húmedo o al estudio de pintura, donde yo tenía un cuartito y el salón grande con la música, retratos de Durero y cuadros de Manolo Jular.

En esa época ya empecé a comprar poesía, de las colecciones de El Bardo u Ocnos. Y casi todos los ejemplares de libros de Palabra Menor, de Lumen, o los Cuadernos Marginales o Ínfimos de Tusquets, y teoría política, los Cuadernos de Anagrama. Y cosas de Alianza, por supuesto. Muchos títulos me los consiguió Chuso Anderson, que por aquella época trabajaba en Everest y podía sacarlos con el 30%. De esa fecha son los de Borges, Kafka o Pavese. Hablo del año 74.

Y con las revistas tenía más vicio. Me suscribí a varias, y otras las compraba en el quiosco de Miguel, en la Rúa, que me fiaba. Las revistas o semanarios de la época, Cuadernos para el Diálogo, Triunfo, El Viejo Topo, Ajoblanco, Gaceta del Arte, Guadalimar, Camp de l’Arpa, Historia 16… las adquiría con ánimo un poco de coleccionista. También hay literatura política, Sistema o Zona Abierta. Ah, y tengo la colección de una de las más bonitas e interesantes, los Cuadernos del Norte. Y la de Poesía, la más exquisita.

*

Quien pregunta es Eloísa Otero, mi editora digital. Esa entrevista se publicó en el Tam-Tam Press, y creo que está recogida al final de mi libro Ciudad de sombra. Ese fragmento de la entrevista lo imprimí y lo llevaba en el bolsillo, porque íbamos a acudir a esa charla o conferencia o tertulia que tendría lugar en el salón de la Fundación Sierra Pambley para recordar los tiempos de la librería de Johnny, en el barrio italiano.

Sí, allí pasé gran parte de los días de juventud. Conocía bien aquellas estanterías; más de una vez puse en las manos de algún cliente el libro que J. negaba tener a la venta.

He dejado de escribir y he entornado la mirada para recordar mejor. Como en la frase de Valle en La lámpara maravillosa, voy ahora por el mundo con los ojos vueltos atrás, estoy lleno de recuerdos; en una gran tiniebla, sobre un vasto mar de naufragio se representa mi vida. Niebla y sombras, olvido y cenizas. Los años, que han pasado tan rápidos y sin sentirlos, como si hubieran caminado sigilosos a nuestro lado, con los pies desnudos.

Veo brillar en la parte alta de uno de los estantes que están tras el mostrador algunos títulos de Los Cuadernos de la Gaya Ciencia, editados en Barcelona. En mi ejemplar del número 1, titulado “Lectura y crítica”, en el que escriben Azúa, Benet, García Calvo, Trías… está pegado el trozo de una ficha de color rosa en el que consta: Pisa-Libros, Comandante Zorita, 4. Y el precio: 250 pesetas. A su lado, un ejemplar de la colección Comunicación, “Bauhaus”, de Alberto Corazón editor. Y un poco más allá, Imagen y comunicación, un libro colectivo que sería el primero de una serie que publicaría la editorial Fernando Torres en Valencia.

No sé por qué son estos los objetos que emergen desde el pasado, de esas arenas movedizas que han ido engullendo imágenes, sonidos, rostros, momentos. Pero ahí están. Han quedado como una fotografía que se ha revelado ahora, al cabo de tantos años.

Ya en el salón de la Fundación, la luz era tersa, con matices de pomelo. A mitad de la charla, la moderadora, Marisa, le pidió a Johnny que comentase algunas anécdotas de otros personajes de la época. Uno era yo. J. se echó hacia atrás en el asiento y dirigió la mirada hacia la parte alta y a la izquierda de la sala, levantó la mano y dibujó con el dedo unas líneas en el aire y dijo: “A la entrada estaban los libros de poesía, en una estantería que llegaba hasta el techo de aproximadamente un metro de ancho. Avelino llegaba y se plantaba allí un buen rato. Yo sabía que andaba escaso de dinero, alguna propina y poco más, imagino. Compraba o no algún libro, pero yo solía prestarle otros para el fin de semana. Una vez le dejé cuatro de una tacada. El lunes volvían siempre a la librería”.

Yo no recordaba eso. Pero entendí que cada uno asociábamos nuestros recuerdos a un lugar concreto. Los antiguos cuentan que Simónides inventó el arte de la memoria. Lo dice Cicerón en su De oratore, considerándola una de las cinco partes de la retórica, como una técnica por la que el orador podría perfeccionar su memoria. La descripción más clara del proceso es de Quintiliano. Hay que armar un edificio, espacioso, con su atrio, cuartos de estar, dormitorios, sin omitir estatuas ni adornos. A las imágenes por las que el discurso se ha de recordar, se las coloca dentro de la imaginación en los lugares de ese edificio que han sido memorizados. Para reavivar la memoria de los hechos, se visitan los lugares y se interroga a los guardianes sobre los diferentes depósitos.

Johnny y yo teníamos, por lo visto, nuestro modesto espacio para que aflorasen los recuerdos de hace cuarenta y tantos años. Y entre las brumas del pasado yo veía rostros, oía frases y músicas (tras la estantería del fondo había un pequeño pasillo en el que J. tenía el tocadiscos).

Y por allí pasaban Manolo Valdés, Ríos y Monedero, Luis Mateo, “Monseñor”, Cordero del Campillo, Jular, Vargas, Pérez Herrero, Manolo Nicolás… y Estrada, que tenía su tienda taller a pocos metros y que a mí me ayudó a terminar un cuadro, el más grande de los míos, un tablero en el que yo había pintado una explanada metafísica, y en su centro, una caja de cartón de la que salían las sombras de unos manifestantes, puño en alto.

Tomé la palabra cuando J. habló de sus recuerdos para conmigo. Y leí el papel que llevaba guardado en mi bolsillo. Y le pedí que hablase también de otras sombras de aquel tiempo: de Javier “el Fauno”, Pedro “el Bufas”, Luis Quiroga, Tomás “Dios”, y Menchero.

Cuando él comenzó, yo ya estaba herido. Un nudo en la garganta y una lágrima. Hilos de luz –como decía Bécquer– iluminaban mi interior, iban de aquel amanecer del Yo a las noches del futuro. Recordé los versos de Borges: “¿Dónde está la memoria de los días / que fueron tuyos en la tierra, y tejieron / dicha y dolor y fueron para ti el universo?”.

Y me puse a recordar. Escribe Chesterton en su Autobiografía que las cosas que recordamos son las que olvidamos, que cuando nos vuelve la memoria repentina y aguda, perforando la protección del olvido, aparecen durante unos instantes exactamente como eran. Hice un esfuerzo tratando de encontrar ese agujero.

Comencé a vislumbrar muchas calles y noches, conversaciones interminables sobre pintura, versos y un libro de León Felipe arrasado por los fascistas, la noche del tequila, canciones de Los Cantores de Quilla Huasi y músicas del Sticky Fingers y Mike Olfield, el pincel deslizándose sobre la tabla en aquella habitación del piso en la calle Santa Cruz, que Johnny y yo compartíamos con el fotógrafo José Luis Marcos…

Pero casi todo lo ha ido desdibujando el paso del tiempo. Quizá si hubiera sentido también el vuelo de los pájaros, o sabido qué movimientos hacen las flores al abrirse por la mañana, habría escrito, como dijo Rilke, el comienzo de un poema. Pero sólo tengo ahora conmigo esos instantes desvaídos –y porque la emoción en nada ayuda–, esas fotos en blanco y negro desenfocadas, cenizas de las que está hecho el olvido.

 

2 Comments

  1. Al leer me has hecho viajar a aquellos años últimos de los sesenta y primeros de los setenta en que inicié mis subidas y bajadas por la Cuesta del Moyano. Mi memoria anda marchita y ya no suelta las citas que en otro tiempo hacía de corrido. Gracias por el viaje.

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