
Escritores, filósofos e intelectuales anglófonos como Martin Amis, Margaret Atwood, John Banville, Noam Chomsky, J. K. Rowling, Salman Rushdie, Francis Fukuyama, Rebecca Goldstein o Steven Pinker suscribieron a mediados de 2020 una carta abierta, publicada en Harper’s Magazine, en defensa del libre planteamiento, intercambio y debate de ideas en este mundo en que vivimos; todo un llamamiento para, con las herramientas de la ciencia, la inteligencia y la razón, hacer frente a la intolerancia, a la «ignorancia pluralista» y a la psicología del poder.
Sobre el sentido de esta carta, el filósofo Steven Pinker comentó en su día, en una entrevista publicada en el diario argentino La Nación, que “hay una tendencia a atacar, acallar y difamar a las personas con ideas o creencias que difieran con la ortodoxia de la izquierda dura, lo cual es peligroso por tres motivos. Primero, porque arruina las vidas de personas inocentes. La segunda, porque intimida a intelectuales, científicos, periodistas o artistas jóvenes o en una posición vulnerable, quienes preferirán callar sus opiniones. Y tercero, lo más importante, porque debilita nuestra habilidad como comunidad para comprender el mundo y resolver nuestros problemas. Nadie nace sabiendo la verdad, ni es infalible, ni omnisciente, y el único camino hacia el saber es planteando ideas para luego evaluarlas y así determinar cuáles son correctas y cuáles no. Dicho de otro modo, si solo debatimos sobre ciertas ideas, nos garantizaremos la ignorancia».
La carta, que traducimos aquí literalmente, se publicó en la edición digital de la revista Harper’s Magazine el 7 de junio de 2020, apareció en la sección Cartas de la edición de octubre en papel, y no ha perdido actualidad (no solo en Estados Unidos):
Una carta sobre la justicia y el debate abierto
«Nuestras instituciones culturales se enfrentan a un momento decisivo. Las poderosas protestas por la justicia racial y social están dando lugar a demandas atrasadas de reforma policial, junto con llamamientos más amplios hacia una mayor igualdad e inclusión en nuestra sociedad, sobre todo en la educación superior, el periodismo, la filantropía y las artes. Pero este ajuste de cuentas necesario también ha intensificado un nuevo conjunto de actitudes morales y de compromisos políticos que tienden a debilitar nuestras normas de debate abierto y tolerancia de las diferencias en favor de la conformidad ideológica. Mientras aplaudimos el primer desarrollo, también alzamos nuestras voces contra el segundo. Las fuerzas del iliberalismo cobran fuerza en todo el mundo y tienen un poderoso aliado en Donald Trump, quien representa una verdadera amenaza para la democracia. Pero no se debe permitir que la resistencia se endurezca en su propio tipo de dogma o coerción, que los demagogos de derecha ya están explotando. La inclusión democrática que queremos solo se puede lograr si nos pronunciamos en contra del clima intolerante que se ha instalado en todos lados.
El libre intercambio de información e ideas, el alma de una sociedad liberal, se está volviendo cada día más restringido. Aunque era algo que esperábamos por parte de la derecha radical, la censura se está extendiendo cada vez más ampliamente en nuestra cultura: una intolerancia de puntos de vista opuestos, una moda de vergüenza pública y ostracismo, y la tendencia a disolver cuestiones políticas complejas en una certeza moral cegadora. Defendemos el valor del discurso contrario robusto e incluso cáustico de todos los sectores. Pero ahora es demasiado común escuchar llamadas para una retribución rápida y severa en respuesta a las transgresiones percibidas de palabra y pensamiento. Más preocupante aún, los líderes institucionales, con un espíritu de control de daños en pánico, están aplicando castigos apresurados y desproporcionados en lugar de reformas consideradas. Los editores son despedidos por publicar piezas controvertidas; se retiran libros por supuesta falta de autenticidad; a los periodistas se les prohíbe escribir sobre ciertos temas; los profesores son investigados por citar obras literarias en clase; un investigador es despedido por hacer circular un estudio académico revisado por pares; y los jefes de las organizaciones son expulsados por lo que a veces son simples errores torpes. Cualesquiera que sean los argumentos en torno a cada incidente en particular, el resultado ha sido una reducción constante de los límites de lo que se puede decir sin la amenaza de represalias. Ya estamos pagando el precio con una mayor aversión al riesgo entre escritores, artistas y periodistas que temen por su sustento si se apartan del consenso, o incluso si les falta el suficiente celo en el acuerdo.
Esta atmósfera asfixiante dañará en última instancia las causas más vitales de nuestro tiempo. La restricción del debate, ya sea por parte de un gobierno represor o de una sociedad intolerante, invariablemente perjudica a quienes carecen de poder y hace que todos sean menos capaces de participar democráticamente. La forma de derrotar las malas ideas es mediante la exposición, el argumento y la persuasión, no tratando de silenciarlas o desearlas lejos. Rechazamos cualquier falsa elección entre justicia y libertad, puesto que no pueden existir la una sin la otra. Como escritores, necesitamos una cultura que nos deje espacio para la experimentación, la asunción de riesgos e incluso los errores. Necesitamos preservar la posibilidad de un desacuerdo de buena fe sin consecuencias profesionales nefastas. Si no defendemos aquello de lo que depende nuestro trabajo, no deberíamos esperar que el público o el estado lo defiendan por nosotros.»