Días de 2022 (6)

Avelino Fierro —autor de secciones como “Querido diario”«Calendario»«Desde mi celda», «El cuaderno naranja»«Días de 2021»— continúa, con esta entrega, con su sección «Días de 2022»

Por AVELINO FIERRO

Serían las siete y media de la tarde. A la altura del Banco de Bilbao recordé aquel artículo que –comentando otro de Salaverría– Unamuno publicó en La Nación de Buenos Aires y que tituló “Del cotarro literario”. Viene a decir allí que la pereza y la economía del esfuerzo a que lleva la vida trabajosa del escritor le dejan poco tiempo y ganas de leer lo que no le sirva para escribir, ni para andar buscando el tacto de codos con otros hombres de letras.

También escribía Carlos Pujol en uno de sus Cuadernos, de la comedia y el estruendo que rodea una actividad solitaria y silenciosa como es la del escritor: alguien entre cuatro paredes y ante un papel en blanco, y alrededor un guirigay de mil demonios. La vida literaria.

El caso es que yo tenía escrito un prólogo para los poemas de Elías Gorostiaga y ahora tocaba presentar el libro.

Llegué a la Sala Región y allí me enteré de que teníamos con nosotros a un cantautor, un guitarrista al que yo no conocía. Ya en la mesa de presentadores Elías musitó algo así como “es un superviviente… ha sido modelo de García-Alix…”. Y me enseñó un retrato en su móvil, una foto en blanco y negro de nuestro juglar, visiblemente más joven.

El hombre aquel susurró dos canciones. La voz era agradable y escasa. Las letras hablaban de recuerdos, paseos por orillas peligrosas y temblores fríos.

No me gusta improvisar; llevaba mi discurso escrito. No sé bien por qué hablé de música. De cómo esa misma tarde mi nieta Libertad me había preguntado de nuevo por la Velvet y de cómo yo le había puesto en el tocadiscos el “Héroes” de Bowie. De que en el libro de Elías había poemas como canciones. Y de que me parecía un libro italiano, a la manera de Pavese o de Tonino Guerra. Hasta leí un poema de este, que tenía entre los papeles que había utilizado para escribir el prólogo. Lo copio aquí ahora. Y leí una pequeña introducción que había escrito esa misma mañana. Luego, claro, el prólogo. Después tengo que decir que algunos nos fuimos de copas hasta la madrugada. El cotarro literario, la farándula.

CANTO VIGESIMOQUINTO

Hemos estado un mes delante de la ventana,
los codos en el alféizar, mirando un trozo de tierra
rodeado de setos. Y ha llegado el verano.
Ahora salimos de paseo por las calles desiertas
sin hablar y sin mirarnos
como si no fuéramos juntos.
A veces las farolas se quedan encendidas
en la plaza hasta mediodía
porque los del pueblo de al lado
se olvidan de nosotros.
Y las bombillas al sol
parecen luciérnagas locas.
Las calles, que recién empedradas resbalaban,
ahora son como alfombras
de hierba bajo nuestros pasos.
Al atardecer nos sentamos en el suelo
a acariciar la hierba que crece entre las piedras,
rala, como los pelos de una cabeza vieja.

En su Diccionario de las Artes, escribe Félix de Azúa acerca de la voz “Poesía”: “Sobre la poesía, cuanto menos se diga, mejor. La poesía es la verdad del arte. La verdad, para cada cual, es la resistencia al dolor durante una vida entera. Allá cada cual con su verdad…”.

Y más adelante, dice: “Hay, además, otra poesía que sí es obra de los hombres (o de la voluntad), pero sobre ella hay una enorme documentación periodística y un sinfín de departamentos universitarios que hacen inútil cualquier comentario”.

Azúa es un buen ensayista. Si le hiciéramos caso, nos quedaríamos todos callados. Guardaríamos silencio e iríamos abandonando esta sala. Habríamos venido a saludar al autor y poco más. Este se quedaría solo, estaría un buen rato mirando al techo pensando en lo cansado que ha sido el viaje desde Barcelona, o en esta ola repentina de calor, o en el inicio de otro poema. Mordiéndose, o no, las uñas. Luego, él también se iría. Iría apagando las luces. Después volveríamos a encontrarnos en alguno de los bares de la zona para charlar con él, felicitarlo por su libro. En la plaza iría llegando la noche, con su aire abstraído y punteado por los chillidos de los vencejos.

Y al igual que la noche, el aire o los pájaros, la Poesía habría estado presente entre nosotros, no sé si con un amplio vestido vaporoso o con alzacuello, pero reservada y con fingida pose de inalcanzable. Por ahí andaría aleteando, podríamos sentirla, como Emily Dickinson en el verso de inicio de uno de sus poemas, “Los ángeles trasiegan bulliciosos por el hall”.

Pero cómo nos cuesta quedarnos callados. Él ha sido el primero en romper el silencio escribiendo Derby, recorriendo entre sus páginas un camino de recuerdos emocionados, desde la infancia hasta el hoy, sin retórica, sin metáforas, recogiendo gotas de lluvia y rescoldos de algún verano, mordiéndose los labios, poniendo una marcha más corta en las curvas –mientras se inclina y siente en el rostro un viento más pausado–, acercándose en ese viaje lleno de preguntas a saber quién es él. Porque ya nadie duda de que en la poesía todo es autobiografía. Yo tampoco he sabido quedarme callado y escribí esta especie de prólogo.

INFECTADO DE AMAPOLAS

El tiempo sigue fluyendo con inercia en este páramo. Se acerca, en la mayoría de las ocasiones, en forma de delgadas hebras oscuras, como rayones de un pentagrama. Pero no trae melodía alguna, sino palabras.

Palabras sin un sentido claro, frases a las que conviene atrapar por la cola. Han estado manando, goteando lentamente durante todo el verano, y he conseguido recoger algunos de esos hilos en este cuenco, que he formado con mis manos.

Si los extiendo sobre un mantel blanco, voy vislumbrando algo: presencias y también ausencias, lugares, un aire pellizcado por los trinos de una bandada de pájaros, hojas secas que se niegan a caer, el charco metálico que aquella vez formó el brillo de la luna, Juanita Marqués cruzando el río.

Trazo luego rayas y líneas sobre el papel, esbozo mapas y territorios, trato de ordenarlo todo en este cuaderno. Le doy un número a los nombres propios, o los clavo con alfileres para que no vuelvan a ocultarse en la niebla. Algo parecido hago con los objetos, como sucedió con la barca de Simón o la soga con la que acabará ahorcándose Guardeño. En cambio, los sentimientos y otros fogonazos se instalan solos, sin ayuda alguna, sin remedio: las palabras justas de mi padre y aquel odio bajo la marquesina de hierro; las manos de mi madre.

Otras imágenes también crepitan, como una llama. Es difícil apagarlas, arden o se quedan brillando como ascuas: aquella noche en que nos alejamos hacia los caminos del oeste, mirando lo lejos que quedaban las encinas o los sayugos, las cicatrices en los cerros; la escapada en la moto, mordiendo cada curva, sintiendo cómo apretabas contra mi espalda tu pecho, y aquella habitación para dos, con persianas caídas por el viento. Y las canciones de tres minutos, que siempre estuvieron ahí, sin problemas.

Cómo se espesa la sangre en las sienes cuando abrazo esos instantes, aquel pasado infectado de amapolas, aquel invierno y tu miedo.

Yo sé que esta tierra siente conmigo, al mismo tiempo. Que me ayuda a comprender todo esto, aunque sea a veces tan precario; mezclando estoy realidades y misterios. Intento utilizarlo todo, como en el poema de Carver que me gusta: la lluvia repentina de aquel día, este cigarrillo entre los dedos, el débil sonido del rock and roll, las cigüeñas hinchadas por el viento.

Siento a veces el vacío que tendrían que ocupar las metáforas. Pero quiero poner en papel los recuerdos, sin retórica, sin excesos. Me ruborizo al escribir “amapolas”. Voy formando en mi cabeza una inmensa telaraña, voy tejiendo y destejiendo; ahí quedan atrapadas y se depositan y gotean las historias de la infancia, otros escalofríos que llegarán después, y las voces de los muertos.

Me reconozco en esos gestos, ¿no escribimos para saber quiénes somos? Y para ver cómo vamos dejando otras huellas o rastros distintos en el aire. Para mí, y para vosotros, van estos versos. Yo he aprendido a mirar de otra manera el sol último en los rastrojos, los territorios más inciertos, y cómo se yerguen algunos días entre la promesa de la escarcha. Voy latiendo. Y siento las señales de las vidas de los otros, la falta de misericordia tantas veces, este mundo desastrado, la necesidad del silencio.

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