
Avelino Fierro —autor de secciones como “Querido diario”, «Calendario», «Desde mi celda», «El cuaderno naranja» o «Días de 2021»— continúa, con esta entrega, con su sección «Días de 2022»…
Por AVELINO FIERRO
Llevamos algunos años viendo en televisión los encierros de San Fermín. El cántico al Santo lo hacen los corredores del primer tramo también en euskera. La familia de mi mujer tiene como primer apellido Astiárraga. En alguna generación anterior era Astigarraga, que significa “lugar de arces”. Algún antepasado lo cambió y ahora toda esta jarca de ascendencia vasca anda por el mundo luciendo apellido singular y único.
Mar y yo estuvimos en esas ferias ya hace años. Vivíamos en Tenerife y aún no teníamos hijos. Sería allá por el año 82 u 83 cuando, respondiendo a una invitación del tío Ángel, avecindado en Pamplona, decidimos ir. El viaje resultó algo accidentado: aquel mismo día estábamos entre plataneras, en un tenderete –como allí dicen– al que nos había invitado el oficial del Juzgado de Puerto de la Cruz.
El menú era muy tradicional: un sancocho de pescado salado –cherne– con papas, batata, mojo y una pella de gofio. El vino era malo, áspero y azufrado. Entre cánticos y bebidas nos demoramos.
Alguien nos llevó en coche a casa y luego al aeropuerto. El equipaje a medio hacer. La primera compra del día siguiente, en Pamplona, fue en una mercería para que un servidor se proveyera de ropa íntima de recambio. Estuvimos muy a gusto. Hasta teníamos piso en la calle Estafeta, un primero, desde el que veíamos correr a los mozos y desde el que casi se podía acariciar a los astados alargando la mano. Trasnochábamos y nos levantábamos para comer. La tía de Mar conseguía –digo yo que con cierto enchufe– carne de toro de la corrida del día anterior y el tío tenía licores franceses excelentes para la sobremesa.
Me emociona ver el recorrido. Siento que me llega un soplo de la tensión o el miedo de los corredores; se cuentan anécdotas bonitas; hay escenas hermosas, como la de ese joven que consigue hacer una carrera delante de uno de los toros de Cebada Gago y levanta unos instantes la vista y un dedo al cielo en homenaje a su padre, que ha fallecido recientemente.
El último día de los encierros subí –como en los anteriores– a la habitación de los libros. Y en uno de los estantes, como si se hubiera adelantado a los mansos y a la manada, sobresaliendo de entre los otros, me esperaba un librito de Hemingway. Es sabido que el escritor contribuyó a que los Sanfermines se universalizaran. Vino a Pamplona por primera vez en 1923, como redactor del diario Toronto Star. En 1924 lo acompañarían su primera mujer y varios amigos, uno de ellos, John Dos Passos. Al año siguiente regresó, animado por Gertrude Stein. Fue testigo de la vuelta a los ruedos de Juan Belmonte. Y comenzó a escribir su novela The Sun Also Rises, que en castellano se tituló Fiesta.
Este de hoy es un librito raro. No sé dónde pude comprarlo. Trae como título La guerra de España; es una edición argentina de 1975, con dos estudios de Stanley Weirtraub y Aldo Gasrosci.
No lo he leído. Sus hojas ya van estando bastante oxidadas. Abro por la página noventa y cinco: “La ventana de la habitación del hotel está abierta y escucho tendido en la cama el tiroteo que llega hasta mí desde la línea del frente, situado siete manzanas más allá. El fuego de fusilería continúa toda la noche y se mezcla con ráfagas de ametralladora pesada y disparos de mortero. Al escucharlo, causa placer estar acostado y estirar poco a poco las piernas para calentar los pies y no hallarse en el frente de Carabanchel o de la Ciudad Universitaria. De la calle llegan la voz recia de un hombre que canta y la de tres borrachos que discuten cuando empiezo a quedarme dormido”. También ahora, mientras leo en la penumbra de la habitación, me llegan esas briznas del pasado, otro soplo de aflicción.
*
Hoy, domingo, al salir del quiosco de Soco con el periódico, el amigo Macías me ha dado un buen susto. Debió de verme dentro y se había escondido en la entrada del portal de al lado. “Maci, deja de hacer el hostias, que casi me quedo infartao”. Es militar, antiguo compañero de oficina de mi mujer. Me comenta que irá a media mañana hasta el Rastro, por pasear algo. Y que quizá vaya a ver a un amigo que pasó pronto a la reserva y que luego, sintiendo la llamada del Todopoderoso, tomó los hábitos. “Una vocación tardía”, me dice con sorna. Cuenta que el susodicho es un poco díscolo, que se lleva mal con el obispo y que le ha acortado el tratamiento y se dirige a él como “monse”. Cuando ya me despido, me ordena que espere y me canta una coplilla: “Con los curas a oscuras nunca te quedes. Que aunque gastan sotana, no son mujeres”.
*
Me han invitado a participar en dos clubs de lectura de mujeres. Eso es que me ha llegado la popularidad como escritor por partida doble, pensé.
Un club de lectura… Yo no sé cómo funciona. Imagino que estos que me citan, por iniciativa de dos buenas amigas –Marta Arconada y Covadonga Alaiz– estarán formados por mujeres que residen en la ciudad, y que se reunirán de vez en cuando para decidir qué libro entresacar de todo lo que hay o se publica.
Pedro Salinas ya contaba algo del auge de estos clubs en la América de principios del pasado siglo. Ponía reparos: “¿Cuál ha de ser el criterio selectivo? ¿Cuáles sus modos operantes y sus órganos?». Citaba a William Hazlitt: “Odio los libros nuevos”. Y manifestaba que era evidente que estas sociedades desequilibran la proporción de lecturas, a favor casi exclusivo de lo reciente sobre lo clásico.
Lo cierto es que hablaba de clubs con gran número de socios anónimos que recibían su libro por correo una vez al mes. Estos míos, intuyo, estarán compuestos por lectoras que se conocerán y tendrán amistad entre ellas.
Uno parece más sosegado; otro, más reivindicativo. Hago estas afirmaciones sin tener mucha información. Pero en el correo que me dirige C. puedo leer: “Hemos intentado que entren hombres. Pero se ve que no estamos todavía a la altura de sus ‘intereses’. Aunque más bien pienso que se han difuminado, perdido peso, que se han extraviado entre tanta organización, poder y responsabilidad. Nosotras somos un poco flotantes, ese mundo de nieblas, difíciles de apresar. Difíciles”.
Me parece un texto bonito, inteligente, combativo, prometedor. Estoy seguro de que sabrán de las bluestockings –las medias azules– que consiguieron algunos cambios sociales gracias a su amor por la lectura; de que no elegirán para leer y comentar ninguna de esas cursilerías eróticas tan de moda, que algunos grupos de mujeres piensan que son signo de emancipación; que leerán con un lápiz en la mano –eso que, como decía Steiner, acerca al simple lector al intelectual–; que no estarán de acuerdo con ninguno de esos derechos del catálogo de Daniel Pennac en su obra Como una novela (el derecho a no leer, el derecho a saltarse páginas, el derecho a no leer un libro hasta el final); que tendrán en un altarcito a Mary Wollstonecraft…
Me gustaría saber qué obras se han propuesto y recomendado en lo que llevamos de año, dónde se reúnen, cómo se desarrollan esos encuentros con el autor (si yo podré exponer algo, si me van únicamente a hacer preguntas, si leeremos partes del libro para opinar…). Todo ahora me parece un problema. Me gustaría acudir sabiendo lo que me voy a encontrar. Llegar allí no dejando nada a la improvisación, cuidando los detalles.
Hoy mismo he comenzado mi adiestramiento. Me he encerrado un par de horas en la habitación de los libros. La luz tenue, la música susurrada, casi imperceptible. Tendré que elegir, mostrar un talante determinado. ¿Quién me tutelará? No lo veo claro, pero he empezado a ensayar. Podría acudir bajo el influjo de María Victoria Atencia:
Sentí toda la noche zarandear sus ramas
la vecina araucaria contra la galería
crujiente, en esta lengua de tierra en que se asienta
la casa –encadenada mi cama a los noráis–
bajo un despavorido cruzar de gaviotas…
O más en la forma y actitud de mi amiga Ruth Miguel:
Qué rápida es la muerte si es pequeño
el cuerpo que se lleva.
Qué rápida es la vida.
Sin ti
no hay nada que me aparte del peso y de la ausencia
no hay nada que me una
al peso y al recuerdo…
*
Ha muerto José Luis. Fue alumno mío en la Facultad. Yo fui su profesor de Prácticas de Filosofía del Derecho. Era un tipo inteligente, y muy peculiar. De ciento en viento nos encontrábamos por el barrio o en un bar y charlábamos. Sí, todo en él era bastante singular. Quiero contar aquí un par de sucesos con los que deseo recordarlo. Uno, ciertamente estrambótico. A pesar de estudiar esa carrera de leyes, se empleó en una empresa de transportes asturiana que comenzó siendo familiar y ha alcanzado gran desarrollo, puede decirse que mundial. Un día me dijo: “Estos están llegando a la China”. Conoció en la Facultad a uno de los hijos del empresario. No sé si estuvo en oficinas o no. El caso es que, durante un tiempo, trabajó como conductor y hacía la línea que va desde algunos pueblos a la estación central. Alguien me contó que lo pusieron una temporada “a enfriar”, no sé si esa fue la expresión. Tenía su pronto. En uno de los trayectos –circulaba por la zona de Lorenzana y Azadinos– algún viajero lo importunó. Así que paró el autobús, se bajó, lanzó las llaves lejos –a un canal– y dejó plantado al pasaje, hasta que otro coche los fue a rescatar.
Tenía un perro. De esos con pinta de chungos. Un día, en el barrio, se peleó con otro chucho de una de las hermanas “morronas”. Algo hizo mal, porque en el juicio de faltas lo condenaron a unos días de arresto domiciliario. Cuando me enteré, le compré el libro de cuentos de Juan Bonilla Tanta gente sola, y un cartón de tabaco. Le pedí por favor que se sujetase en casa, que eso lo controlaba la Policía Municipal y si incumplía el encierro la cosa se iba a complicar. Al poco lo volví a ver. “Todo va bien, no te preocupes”, me dijo. “Fui al Juzgado. Me han puesto arresto los días que me interesaban. Todo porque vi que la funcionaria tenía detrás, en el archivador, la foto de un perro y le entré por lo sentimental”.
Estuvo un tiempo en Malta. Ahora trabajaba en Madrid. Le pregunté hace días a su madre por él y me dijo que había muerto de un infarto. Como un tonto, en medio de la calle, en una tarde delicada y calurosa de verano, me puse a llorar.
*
Mi hija ha pasado unos días en Atenas. Allá fue con dos amigas, ceo que maestras como ella. Que saben griego. A estas alturas de la humanidad, cuando ya las lenguas clásicas, la filosofía y los saberes antiguos están para saldar, nada se puede añadir de quienes todavía parecen creer en ello, salvo ponerles alfombra roja y reverenciarlos.
Desde la calle Andrianon llegaron hasta el Ágora antigua y el Partenon. Cerraron los ojos mientras oían a las chicharras y varias lenguas extranjeras en la Estoa de Zeus Eleutherios. Por la avenida Konstantinoupoleos fueron hasta las afueras de la ciudad, hasta la Academia de Platón. Y entre el Museo Bizantino y un parque –cerca del Parlamento actual– vieron los restos arqueológicos de lo que fue el Liceo de Aristóteles. Pasaron unas horas en un barrio –no recuerdo su nombre– gestionado por grupos antifascistas. Allí presenciaron un concierto de hip-hop. Uno de los días, otro cliente del hotel, un señor de Miami, les preguntó qué tal habían encontrado la habitación. Le dijeron que habían pasado mucho calor. “¿El aire acondicionado no funcionó?”, les interpeló. Y ellas respondieron: “Casi no lo hemos utilizado, influye en la contaminación”.
Cuando Marta me lo contó, recordé los dos últimos párrafos del prólogo que escribí hace un par de meses para el libro de mi amigo Vercher, un erudito en cuestiones medioambientales. Es un prólogo con algo de “lírico”, como él me sugirió. Comienza con una excursión por las montañas nevadas. Pensé que esas recomendaciones que yo hacía al final de mi escrito tenían en la actitud combativa de estas tres mujeres su mejor confirmación:
“Trataremos de seguir escuchando el latido del mundo cuando volvamos al griterío de las tierras bajas, a todas las contaminaciones. Y cuidaremos de que nuestros pasos y acciones dejen la menor huella en la piel de nuestros barrios y ciudades, en el aire que respiramos. No es tan complicado ser activistas de la levedad.
Estos esfuerzos no son considerables ni necesitan de una naturaleza heroica; son un pequeño objetivo moral, pequeños actos de resistencia que pueden contribuir a preservar retazos de belleza, un paisaje mejor para nuestras vidas”.