Tópicos 5 / París: el síndrome de Estocolmo

Por LUIS GRAU LOBO

Luis Grau Lobo.

Se dice que el único lugar de París desde donde no se ve la torre Eiffel está en lo alto de la propia torre. No es cierto. Pese a su enorme tamaño, empequeñecido en las imágenes gracias a su lograda proporción, la torre se ve desde pocos lugares. Se trata de uno más de los mitos que asedian la capital de Francia y han dado lugar al «síndrome de París», algo así como el reverso tenebroso del stendhaliano o «síndrome de Florencia» que tanto se cita y hemos citado. El parisino, más que un síndrome, es un sentimiento sencillo, aunque exacerbado: una decepción del tamaño de la torre que, ahora sí, se aprecia desde cualquier rincón de la ciudad. La psiquiatría japonesa definió este desarreglo emocional entre sus ciudadanos al tiempo que descubrían las apagadas sombras de la imagen de una ciudad mil y una veces publicitada pero inexistente: ni romance, ni brillo, ni moda, bohemia o charme. Solo turismo. Un síndrome universal que sustituye todo anhelo por un espejismo reservado con suficiente antelación. En realidad, podría considerarse una variante frívola del síndrome de Estocolmo (los síndromes son reveladoramente urbanos), pues el paciente es secuestrado y sugestionado por la ilusión de un lugar y, cuando la realidad lo libera, añora las bondades de aquella.

El epítome y antonomasia del tópico turístico reside en la imagen de la Gioconda que, por supuesto, no podía sino habitar una sala blindada y abarrotada del Louvre, museo primigenio y universal. Por descontado que si se pretende contemplar el cuadro ha de adquirirse mejor un poster o recurrir a las bendiciones digitales. Sin embargo, la función del fetiche, de la reliquia, reside en compartir su aura, su sacralidad, su fisicidad: estar allí. Participar del original, cohabitarlo.

Pero… A media hora en coche de la ciudad del Sena (cómo prescindir de estos tópicos) se alza el prototipo del futuro o, al menos, el de uno de los futuros posibles, quizás uno plausible: Disneylandia. Una ciudad levantada con el poliuretano de nuestros sueños infantiles, adulterados y adulterizados por la animación norteamericana y el holding del Entertainment. La pueblan personajes almohadillados en tres dimensiones que sudan bajo una máscara de sonrisa perpetua para su tormento y nuestra vergüenza ajena. Los edificios no tienen más que fachada o se ocupan de alegres actividades lucrativas; nadie duerme en la ciudad de los sueños. Disneylandia ofrece lo contrario que la Gioconda: se está allí para participar del disfraz, el truco y la prosopopeya de la ficción, se visita para habitar el engaño. Se admira la reproducción porque el original no existe. El ser humano es contradictorio porque necesita fantasías. Siempre nos quedará Disneylandia.

(Publicado en La Nueva Crónica de León el 3 de agosto de 2025)

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