Postrimerías (3): propaganda

Por LUIS GRAU LOBO

Luis Grau Lobo.

Trataba el domingo anterior de posteridades y famas póstumamente edificadas, como de hecho son casi todas, pues rara vez se restauran infamias, aunque suceda. Sucede más a menudo aún la intención forzada de «posterizarse» o esculpirse a sí mismo un porvenir marmóreo o broncíneo que pagan los coetáneos y desmantelarán los venideros. Me refiero, claro, a las postrimerías de dictadores y demás autócratas, cuyo nombre podría ser el de infamia póstuma.

En tan concienzudas como horteras propagandas suele concurrir profusión de imágenes chuscas labradas sobre el material más sólido que se encuentre, en talla XXL y ocupando emplazamientos céntricos y despejados para que sus desaguisados no dejen de apreciarse desde cualquier parte. Pese a ello, si se tiene la fortuna de sobrevivir a épocas tanto más grises cuanto resplandecientes son sus monumentalidades, podrá asistirse a uno de los deportes históricos más edificantes que existen, junto al ostracismo de monarcas o la defenestración de criptobrós. El derribo de estatuas despierta siempre una alegre melancolía, como la de quitarse un peso de encima habiendo usado para ello una enorme cantidad de esfuerzo que, a la postre, se muestra innecesario para tarea tan fútil. La estatua de Sadam Husein colgando de sus pies cual muñeco tentetieso o las de Stalin apiladas en chinescos bazares arqueológicos ilustran esa sensación pedagógica de mohosa vanidad.

Tan ramplonas y deliberadas posteridades son en general artificios con fecha de caducidad, de forma que, aunque se fabriquen para durar no duran. Los dictadores lo intentan siempre, con gran alarde de medios, pero rara vez sale como desean. Aunque a veces hay reediciones rústicas y con papel muy marrón: miren a Franco hoy día, por ejemplo. Este individuo, cuyo fallecimiento cumple medio siglo, tuvo ocasión para practicar añosamente esas ínfulas de permanencia a base de una metástasis memorialística que atiborró el país de bustos, caballistas, plaquitas y demás baratijas. Medio siglo ha habido para devolver dignidad al espacio público –rotondas aparte–, pero si un ayuntamiento socialista no cumple la ley para borrar del callejero a sus ignominiosos colegas, mientras les pone rinconines a sus amiguetes cofrades, imagínense.

Con todo, hay quien dice que la cruz de Cuelgamuros debe dinamitarse (es un decir para expresar su expeditiva desaparición, cierta abogacía nos excuse), pero pocas veces se indica que ha de serlo –también– por fea y mal situada, maltrato del perfil serrano. También cabría «resignificarla» emplazando en sus espaciosos brazos unas torretas eólicas que darían aire fresco a quienes a estas alturas ven en tales adefesios un vestigio histórico, como si no lo fuera todo, de las esculturas de rotonda a los vertederos municipales.

(Publicado en La Nueva Crónica de León el 16 de noviembre de 2025)

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