
La jovencita que nos aborda en plena vía pública. Lleva un distintivo, un floripondio que la acredita como perteneciente a una organización de tipo social. “¿Tienen un momentito?”, eso nos dice. Le hago un gesto definitivo y secante con la mano: “Hoy no”, le respondo poniendo en la voz la urgencia falsa de los tímidos para no caer en pantanos irremediables. Pero ella, sin perder la simpatía transeúnte: “¿Y entonces mañana?”. Nos echamos todos a reír abiertamente. Ella, también.
Unas cuantas mujeres que rodean a la anciana a la puerta de una iglesia. Todas ya tan mayores; todas de negro total, que deja algo de elegancia funesta en el cuadro. Dos de ellas especialmente conmovidas: madre e hija. “Hoy hace cinco meses que murió mi único hijo”, dice a todas la más joven, que andará por los setenta. Y el coro de mujeres se abalanza a abrazarla, una por una, como para apagar así el fuego del dolor. Asisto a todo sin saber cómo comportarme. Soy el único hombre; y soy el más joven. Es como si me hubiesen dejado entrar a una ceremonia secreta, una ceremonia de género. Cada mujer saca despacio por las orillas su propio dolor; lo sacan como para tapar con él lo que están oyendo: “Mi marido murió…”; “Pues también se me fue a mí un hijo que…” “Yo ya llevo de viuda…” Y luego se dispersan, por fin. En los rostros de algunas de ellas domina aún la abrasión de un llanto antiguo.
Los dos adolescentes –dieciséis años ella y él, no más– que esperan frente a mí en el centro de salud han venido también para hacerse una radiografía. Tienen ese desorden de ademanes que les incita a hacer lo que desean sin suponer lo que a su alrededor está sucediendo. Se besan con urgencia; se escudriñan el rostro mutuamente. Entra una anciana que se sienta trabajosamente a su lado. La parejita la mira con curiosidad biológica como a una especie rara que invade su espacio, luego cuchichean y empiezan a reírse. Poco después caigo en que la risa, más desatada ya, es por otra cosa que miran divertidos. Caigo entonces en que en la sala de espera hay un enfermo neurológico que se ve obligado a pasear por la sala entre fuertes movimientos espasmódicos. Y eso les divierte. Entonces los miro muy serio. Fijamente. El adolescente, grande y fofo, se da cuenta y se me encara. Les digo simplemente a media voz: “Vale ya, por favor”. Y ante la protesta cínica de ella (“¿Pero yo qué he hecho?”) se lo vuelvo a repetir. El muchacho gallea conmigo (supongo que no quiere ver la fuerza de su juventud laminada ya ante su chica) y parece pedirme explicaciones. Le digo que se calle y ahí queda todo. Siguen riéndose a hurtadillas del hombre que pasea entre latigazos musculares –y que no se ha enterado afortunadamente de nada–. Me desentiendo por fin de ellos y sigo a lo mío, leyendo. Cuando al cabo de un tiempo por fin se van, él dice en voz suficientemente alta y mirándome desafiante: “Nos vamos a reír a otro sitio”. Con la mano y sin levantar la vista, hago el gesto de sacudir brozas en el aire. Y desaparecen.
La fuente divertidamente pretenciosa que hay en un pueblo de Burgos, donde paramos a que el coche se refresque un poco, tiene esa hinchazón local del pasado glorioso y reseco, como si quisiera hacer saber que una remota vez sí tuvo importancia ese rincón, hoy tan inadvertido. Y veo en el catafalco de granito la mención de un hecho fabuloso de los infantes de Lara, una estatua no muy conseguida y dos o tres nombres propios de pompa y mucha preposición. Pero al lado está lo mejor: hay un tronco de árbol, un muñón calcinado donde alguien puso alguna vez una argolla de hierro. Y esta jocosa décima escrita, que vale por todo: “Medita con humildad / cuando conduzcas el coche: / si en destreza haces derroche / y alarde en velocidad, / modera tu vanidad / y sírvate de consuelo / que sobre este mismo suelo, / al circular por la villa, / con el cordel a esa anilla / ataba el burro tu abuelo”.
El anciano que cada mañana sale a pasear por estos alrededores. Lleva gorra visera roja, eso le da cierto aire estrambótico, y se apoya sucesivamente para andar en dos bastones de cierta altura, más que la de los bastones convencionales. Él los agarra por la propia caña. Y como es muy, muy bajito –no más de un metro cincuenta, le calculo– su figura extenuada llama la atención. Un precario esquiador de secano. Aunque lo más llamativo es su manera extraña y costosa de mirar desde ahí abajo el mundo. Tiene problemas visuales, quizás es que no vea de un ojo, y enfoca dificultosamente la vista sobre el objetivo (la luz del semáforo, la acera de enfrente…) como si apenas pudiera distinguirlo. Y a lo mejor es que es así. Lo veo muchas mañanas desde muy temprano así, batiendo estas calles, cruzando la calzada oblicuamente y sin cautela. Otro de los príncipes admirables que habitan cerca de mí y salen cada día a mostrar el destartalado palacio de sus cuerpos.
Las primeras hojas que se desprenden de los árboles del parque. Son ya amarillas, demasiado amarillas, como extrañas rodajas de limón que van apareciendo en el borde del césped a iluminarlo de ese primer cansancio que anuncia ya los caldos cansados de septiembre.