Nueva entrega del poeta, ensayista y crítico literario uruguayo afincado en México, y que forma parte de un libro en curso –”un libro que escribo cuando me entra una especie de velocidad de ira”–, titulado ‘Prosapiens’.
Por EDUARDO MILÁN
¿Y sobre la amargura qué? Acaso qué, acaso qué. Pertenece a la lírica. A la “lírica del menguante”, diría Galo Pochelú, uno de mis primeros modelos. Eterno retorno en el aro de la domadora del circo, león, amaga vuelta. Uno ve los movimientos del dominio, los pasos precisos del sometimiento. Uno los ve, uno los ve. Uno baila alrededor del fuego. Pero recuerda: esos que bailan alrededor del fuego, los primeros redondos de los pies de brasa, están debajo de la tierra. La tierra guarda unos secretos que nadie más. Interrumpidos. Como todo secreto. Guardado bajo llave. Silencio, una forma de la llave que se perdió. Llave, la buscan afuera, ahí entre los huesos de la arena. Hay que romper la prosodia en un momento, sal de la prosodia, el corazón no aguanta. La consigna del siglo que pasó fue huir de la amargura, grave agregado al cuerpo de la doble llave del alma que lo llama al orden. Uno, niño, hombre de principios, comienza a vestirse solo bajo la mirada de la madre. ¿Madre, hubo madre en este caso? Tía entonces si no hubo madre. Y si no tía, abuela. La continuidad del encadenamiento en todos. Hay un encadenamiento de miradas que laten libres, palomo debajo de la mano, en su hueco. Alguna cae sobre el ternero huérfano. Laten libres, no como letras: libres como libertad, todo o nada por delante, la organización desde la base de barniz que configura el vientre de una gran metáfora, no de una ballena blanca o cachalote. Hay un abrazo con el hombre en el océano, no queda claro –insisto: NO QUEDA CLARO– cuál, supongo que el Atlántico. Ducasse volvió a Montevideo en 1867, tres años antes de morir en París. Prudencio Montagne asegura haberlo visto bajando una calle de la Ciudad Vieja rumbo al Barrio Sur, el de los negros, allí en las puertas de las casas, sobre el empedrado lustroso, a pura alternancia de dedo y palma. Desde ahí ordenan el candombe y la murga de la marcha que bordea la Puerta de la Ciudadela y enfila 18 arriba hasta el Obelisco. Suena como serpiente que va camino a escudo. Pero no es basilisco: la síncopa del borocotó –el cha-chá, chá-chá– impide la continuidad de lo sinuoso de cualquier acompañamiento, el decorado posible desde unos balcones donde los burgueses –a fines de siglo XIX Montevideo tenía sus buenos burgueses gordos, cerdos, pavos rellenos asomados a los balcones del Palacio Salvo para mirar la llamada, con monóculo y todo. Ellas con sus gordos culos contrapesan sus pechugas inclinadas– cuelgan. Nunca bajan a la calle. Así los negros hacían como que rompían su encadenamiento. Sustitución: encadenamiento por encantamiento. Unos días al año. Era carnaval. Si uno supiera la cantidad de memoria que guarda el cuerpo lo primero que vendría como imagen es la palma, no, claro, la mano amiga que escasea: las plantas, la memoria de las plantas. Ciertas imágenes que están sobreviniendo ahora pertenecen al pasado remoto –remoto y cercano: un velero que se extingue en la línea del horizonte acá se apaga en forma de vela–: significa melancolía, pabilo para el dedo.