Por ANTONIO BERMEJO PORTO
A Alberto Ruiz Gallardón, cuando de niño le preguntaban que quería ser de mayor, respondía: Señor con corbata. Se sacó unas oposiciones a Fiscal, por si venían mal dadas, y se dedicó a la tradición familiar de dar la murga e ir escalando puestos. Tuvo la originalidad de ser bien considerado por gran parte de los ciudadanos que nunca votarían al PP, pero de suerte anda escaso. Le tocó lidiar a Doña Esperanza y desde que llegó a la púrpura ministerial está gafado.
En Burgos, el Gobierno anterior, instauró la Nueva Oficina Judicial que pretendía ser un referente en modernización y que ha convertido los juzgados en aeropuertos de los parodiados en el cine, de modo que los abogados –durante los embarques judiciales– dudan sobre si cuando van al foro les pagan por trabajar o les indemnizan por esperar. Alguno bromea con la informatización IBM (y veme a por esto y veme a por lo otro). Lo próximo quizá sea la cinta transportadora en la que el litigante espera a que pase su expediente y lo trinca, identificándolo por el lazo de colores atado al escrito inicial. Entre eso, los recortes, las tasas y el intento de quitarle a Burgos su Tribunal Superior de Justicia, cada vez que aparece le pitan.
Al final el Ministro rectificó. Con el Estatuto hemos topado. Pero la injerencia del Ejecutivo en los asuntos de la Región no es nueva y trae causa de la propia concepción de la Comunidad por el leonés Martín Villa, que proyectó un núcleo duro de españolidad entre vascos, navarros y gallegos. De ahí el retraso en la transferencia competencial, el Estatuto de segunda o tercera velocidad y la idea de que Castilla y León forma parte de la Administración Periférica del Estado. Salvo algunos leoneses con sueños imperiales, el personal aguanta estoico. Como los andaluces, pero sin el PER.