
Por ILDEFONSO RODRÍGUEZ
Era propio de la ciudad de mi memoria, la arcaica, el que algunos vivieran en buhardillas y otros en sótanos. Cuando visitábamos a un pariente que pertenecía a esa clase de raros y habitaba en un sótano, me venía el recuerdo de los que estaban en las buhardillas; y al revés. Ambos espacios se relacionaban: lo alto y lo bajo, la visión de la calle a la altura de una ventana (viendo pasar a los caminantes, las piernas libres, sin tronco ni cara) y la subida a los tejados, con las tejas al alcance de la mano. Eran los espacios íntimos, los de la ciudad interna, dulcemente intestinal: los techos bajos cobijaban una atmósfera única, que acababa por determinar el carácter y hasta la vida de sus inquilinos.
El más sospechoso de todos los negocios era el del fotógrafo que animaba a sacarse retratos en medio de grandes cartones erguidos que copiaban la silueta de personajes del gran mundo. Aquel negocio era falso, necesariamente tenía que ocultar otro propósito.
Mutación de los trenes. Hace muchos años cada vagón era un tren de voces, intenciones sin velo, la necesidad o el gusto de irse contando el viaje unos a otros. Y usted, ¿a dónde va?
Son silenciosos ahora los viajeros, imitando el respeto sajón, nadie sin más habla con desconocidos (sólo algún viejo, de vez en cuando). Pero suenan señales intermitentes, píidos simples de pájaros sin cabeza, ráfagas de una música. Entran en comunicación los cuerpos espectrales, es invisible el otro con quien (en voz muy alta, poco sajona) se habla. Ahí se despliega sin reservas una intimidad sospechosa: hablas y risas solitarias, voces de locos.
Traído de “una ciudad muy al norte de mi casa” (Víctor M. Díez): En el restaurante, un niño sin palabras, con cara de monito, entró en relación conmigo: gran imitador, me acercó la sal y la pimienta.
En el Distrito X de París, en una fachada, leo una placa con los nombres de las niñas judías deportadas a Auschwitz, exterminadas; es un colegio con fachada de mármol, remates de bronce, colegio de pago. Siguen entrando y saliendo alumnas por sus puertas doradas, bien bruñidas.
El tendero con un martillo y un escoplo golpeaba en el bloque helado; peces, saltaban peces del invierno y se zambullían en los baldosines de la tienda, junto al gato, entre las escobas sin estrenar.
Los mozos de mi quinta, al cruzarnos por la calle, nos echamos miradas de reojo, miradas de vigilancia. Como los enfermos en el hospital, como los presidiarios. Como se miran también, disimulando, los clientes de una barra americana.
(Pero yo estoy orgulloso, soy quinto de la hermosa Bettina Rheims, la fotógrafa).
En una calle de Lavapiés, el Madrid rural. Hay tres electricistas en acción vestidos con esos colores que hacen daño a los ojos (era la mañana del delicado, con su carga melancólica, sin desayunar todavía, así iba yo). Dos, al pie de una escalera charlan y fuman. El tercero, subido al cable, maneja alicates y canta con fuerza y alegría y mucho sentimiento: Yo soy aqueeel… que cada noche te persiiigue. Ya está medio alegrada la mañana del melancólico.
La rifa del cochazo, el haiga, el bote, en Ordoño, en medio de una acera, puertas abiertas, brillos de caoba, piel de los asientos, la radio sonando. Era una tómbola de entonces, el brillo absoluto del lujo (¿alguien compró alguna vez una papeleta?, ¿se llegó a rifar uno de aquellos coches?).
Escena del pasado. Pero ayer mismo, en la calle Burgo Nuevo, una escena semejante, un BMW de veinte kilos todo desplegado, casi no permitía el paso por la acera. Sólo que ese coche ya tenía dueño, uno de los amos de la ciudad, nuevo rico, nuevo estraperlista, uno que sabe que la ciudad es suya, incluidas las calles peatonales. Al pasar junto a la puerta abierta le dije: Con su permiso, señorito. Me miró con cara de marciano. Él estaba a lo suyo. Un cabrón con pintas. (Cuaderno de la crisis)
Vi al mejor amigo del perro. Un hombre tomaba buches de agua de un surtidor y los soltaba en la boca de su perro, que esperaba a su lado con la lengua fuera. Agüita de mi boca te daría, canta la copla flamenca.
