
Con motivo de la celebración del 50 aniversario del fallecimiento de Gilberto Núñez Ursinos, la Fundación Antonio Pereira ha reunido en un volumen no venal toda la obra publicada del poeta villafranquino, con el título de «Geografía incompleta».
El libro se presenta en el teatro de Villafranca del Bierzo este sábado 11 de junio, a las 20 horas, en un acto exclusivamente dedicado a la memoria de Ursinos, en el que participarán poetas y amigos y que cerrará Juan Carlos Mestre. Todas las personas que asistan al acto recibirán un ejemplar de esta edición numerada y limitada a 250 ejemplares.
En el homenaje, conducido por Miguel Ángel Varela (director del Teatro Bergidum de Ponferrada), intervendrán el director de la Fundación Antonio Pereira, Joaquín Otero Pereira, el alcalde de Villafranca, José Manuel Pereira y el director del Instituto de Cultura Popular «Gilberto Nuñez Ursinos», José Nieto, como representantes de las instituciones que organizan este homenaje a la memoria de Gilberto.
A continuación se leerán poemas del homenajeado por parte de poetas y amigos, como la locutora berciana Yolanda Ordás, la directora del Instituto de Estudios Bercianos, Patricia Pérez, además de Berta López, Hernán Alonso, Conchi López, Eduardo Otero Pereira o Mario Obrero, el poeta más joven de la historia en ganar el premio internacional de poesía Loewe.
Otro escritor villafranquino universal, Juan Carlos Mestre, cerrará el acto reviviendo la memoria de Ursinos, amigo y poeta admirado a quien nunca ha dejado de recordar, como hizo en su discurso como mantenedor de la 42 Fiesta de la Poesía de Villafranca del Bierzo, en 2008, la última a la que pudo acudir el añorado Antonio Pereira un año antes de morir, y que se celebró en homenaje a otro amigo común, Antonio Gamoneda.
Reproducimos la primera parte de aquella la intervención de Mestre, únicamente la dedicada a Gilberto Núñez Ursinos. Las imágenes son de la Fiesta de la Poesía de Villafranca (a la izquierda, Mestre en 2008, y a la derecha Ursinos en 1969).
Discurso de JUAN CARLOS MESTRE [fragmento]
42 FIESTA DE LA POESÍA
de VILLAFRANCA DEL BIERZO
(22 de Junio de 2008)
Queridos vecinos y amigos de Villafranca, una mañana como la de hoy de hace cuarenta años yo era un muchacho que, apoyado en uno de estos árboles del jardín, escuchaba, sin entender exactamente lo que decían estas palabras: No sólo el grano blanco va al molino, también los granos negros del silencio; también se hace el pan se hace la vida, de los heroicos huesos de los muertos. Yo no sabía aún lo que era un héroe, pero el poeta que las pronunciaba se convirtió para mí, desde ese instante, en alguien que se acercaba a mi vida con algo conmovedor: palabras rozadas por el resplandor de otro mundo, monedas perdidas con las que no se podía comprar ninguna otra cosa que no fuese la intuición de un ángel, el valor simbólico de otra manera de estar en el mundo, la forma delicada de cuantos estrechamente vigilados por la locura, aún seguían pensando que volar era el resultado de una intensa pasión, nunca de su práctica.
Aquel poeta se llamaba Gilberto Núñez Ursinos, y yo decidí aquella mañana, ante la luz de su joven resplandor, parecerme en algo a su sombra. Yo tenía doce años, junio de 1969, y fui su amigo hasta la primavera de 1972, en que decidió, voluntariamente, abandonar la republica de la imaginación donde vivía, cuando al otro lado del río sólo había pequeñas casas blancas llenas de palomas, gatos y flores que algún día fueron las semillas del paraíso. Fue el primer poeta que conocí, era amado por mucha gente de este pueblo, no menos que lo que él quería a los humildes, a los soñadores, a los que hablaban solos por la calle y pensaban que la vida carecía de sentido sin resistencia al mal. Vivía sólo, con un gato al que llamaba Parsifal, y un aparato de radio con el que aprendía idiomas sintonizando emisoras extranjeras. Un milagro que sólo sucede una vez cada cincuenta años cuando pasa sobre los valles el cometa de la iluminación y convierte en vino de dulzura la amargura de los pozos.
En Villafranca había un cine, y la gente iba a ver películas en blanco y negro en las que los actores lloraban lágrimas de colores. Aquel invierno nevó como nunca antes había nevado. Por las calles habían pegado carteles con la cara de Franco, y todo parecía indicar que el referéndum de aquel caudillo lo que pretendía era obsequiarnos otros veinticinco años de paz. La cosa estaba como para regalos. Habían subido una peseta el precio de las entradas al cine, el cine, el único psicoanalista a mano que ha tenido Villafranca desde la invención de la Vía Láctea. Y el poeta Gilberto Ursinos, como oscura silueta de mendigo que borrase las sombras de la noche, organizó una huelga. Nadie entró en el Teatro Villafranquino durante dos meses, la gente se ponía un alfiler en la solapa con versillos satíricos pidiendo la derogación de la medida:
Sin pan ni cine,
el pueblo se define.
Algún lumbreras local pensó que aquello apuntaba hacia el general y Gilberto Ursino terminó siendo detenido por la Guardia Civil. Pero la gente de esta villa, actores secundarios de la historia que no hubieran movido un dedo por un virrey o un marqués, se fue hasta el cuartel a decirle al sargento que en este pueblo no se podía meter preso a un poeta. Así que Gil continuó haciendo barcos de papel a los que ponía bellos nombres de muchachas y los seguía con lánguida mirada hasta que se perdían en la lejanía de las aguas discretamente crecidas del Burbia. Nunca llegaron cartas de respuesta, las ilusiones por aquel entonces eran fugitivas como las ardillas y el tiempo de la juventud, como todo amor que termina, un cementerio de abrazos.
Gil escribía versos con los jilgueros que anidan en los molinos abandonados, escribía tristeza. Era un joven hecho con la harina generosa de la inteligencia, bueno como un padrenuestro, y a la larga eso entristece. Así que decidió salirse de aquella mala película que era la España de 1972. Fue un domingo, como hoy, de finales de la primavera, cuando yo lo vi cruzar por última vez el puente de la vida. Alrededor de su muerte había una multitud sobrecogida. Eran años difíciles de creer, pero don José Valcárcel igual obligó al párroco a tocar las campanas. Lita cerró el Bar Peña. Hacía sol como en los primeros días del Génesis, y la gente lanzaba claveles rojos al paso del féretro. Y Gil, Gilberto Ursinos, escuchó por primera vez, ya en la muerte, aquel aplauso, aquel único y unánime aplauso con el que tantos despedían su mágica y trágica vida.
Hay cosas, queridos amigos, que o uno las entiende de niño o ya nunca más podrá entenderlas. Yo no entendí aquella muerte, así que pensé: todo esto tiene que ser una equivocación. No entendí porqué aquel hombre que escribía versos que ayudaban a salvar del dolor a otros, había vivido anclado en la secreta angustia del sufrimiento, no entendí porqué detrás de su alegre inteligencia brotaba un persuasivo manantial de dolor.
Perdimos al poeta y en nuestro pequeño universo natal entraron las nieblas de la rutina y el dulce otoño se volvió más desolado. Sin poeta se acabaron muchas conversaciones, dejaron de abrirse muchos libros, nos cerraron la estación de ferrocarril, luego se llevaron el juzgado, años después hasta intentaron quitarnos el río. Una villa puede no tener andenes de los que partan al alba locomotoras, incluso no debería tener cárcel ni lugar donde la gente ande enzarzada con pleitos, pero un pueblo como este ha de tener una escuela, un río y un poeta amigo de las palabras que se enseñan a escribir en las escuelas, alguien amigo de los ríos que se llevan las palabras que no caben ya en la inocencia de los pupitres.
Yo no entendí más que lo que pude entender, no importa, algún día, escribió Walter Benjamin, lo que ahora no es comprendido será entendido con la misma facilidad con que entienden los niños el lenguaje de los pájaros la mañana de los domingos. Es domingo, y sé que entenderéis, queridos amigos, porqué os he contado esta historia. A veces la vida no nos da más que una oportunidad para poderle agradecer a alguien todo cuanto uno le debe. Acaso sea esta la mía, la ocasión que ha esperado durante cuarenta años aquel niño apoyado en el árbol. He pensado muchas veces qué hubiera sido de mí si no hubiese conocido a Gilberto, a lo mejor estaría labrando la tierra, trabajando en un banco o repartiendo panecillos por las calles de este pueblo. Hay mucha gente que ha labrado la tierra y que trabaja en un banco y se levanta al alba para hacer pan y que ha sido feliz. Y hay otras personas a las que alguien, en el estricto azar de alguna ley invisible, les ha hecho un encargo y, entonces, ya nunca serán felices si no pueden cumplirlo.
Yo te agradezco Gilberto Ursinos, aquellos versos que crearon conducta entre mi generación: … combate y se valiente, se sano ante el dolor y ante el fracaso. No importa lo que hagas si lo haces en nombre del amor y de lo humano. Y te agradezco la caña de pescar relámpagos en el arroyo ilegal de la belleza, haber jugado la partida con la gente de este pueblo que no ha tenido más fortuna que la de la fraternidad, y te agradezco el pequeño paquete de libros que me dejaste, atado con una cuerda de bramante azul, la víspera de irte, también aquellas últimas palabras que posaste en mi cabeza como un mandato para siempre: Algún día, Mestre, yo volveré a ser niño y los espejos se llenarán de peces.
Queridos amigos, nadie que con afecto pueda y deba ser recordado morirá jamás. De los materiales de la memoria está hecha la poesía, de las voces de cuantos sin saberlo sostuvieron con brazos anónimos el peso del universo. Se dice, a veces, que los poetas somos personas desagradables y algo de razón hay en ello. Los poetas son testigos, y eso no siempre suele ser del agrado de todos. Un testigo es un individuo incómodo, a pesar de que nunca vaya a declarar contra nadie, el poeta es un testigo que no acusa, pero cuyas palabras testimonian verdad ante el tribunal donde no se sentencia castigo del tiempo futuro. Y eso ya lo aprendí de adolescente, aquí, precisamente en este jardín, y no lo olvidé nunca.
[…] Yo también tuve catorce años, no me hicieron trabajar hasta muy tarde, pero Gilberto Ursinos me regaló antes de irse este librito. A él le está dedicado: “A Gilberto Ursinos. Compañero vertical en la poesía que avanza”, y está firmado por Antonio Gamoneda. Es Sublevación Inmóvil, en la edición de Adonais de 1960, lleva casi cuarenta años conmigo, es mi evangelio y mi mandato, es el primero de sus libros, y cada vez que lo abro me extiende una escalerilla de invisibles peldaños para descender a la misericordia, a esa otra parte del mundo donde los derechos pendientes de ser ejercidos son la tensión moral de la conciencia entre lo bello y lo justo.
[…]
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