Luis Santana / «Cuadernos de borrones junto al mar»

Nada me conmueve (Poesía reunida 1988-2020)
LUIS SANTANA
Dilema Editorial

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«CUADERNOS DE BORRONES JUNTO AL MAR»

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Por TOMÁS SÁNCHEZ SANTIAGO
Leer también, acompañando este texto:
· Conversación con Luis Santana: «Todo lo que decimos es escuchado por alquien que no conocemos»

-I-

Es fácil dejarse ganar por la escena que de pronto imagino porque viene ella sola, igual que un buey desmandado; un poco aturullada, como nos llegan siempre los hallazgos felices sin aviso y por su cuenta o como nos despierta de sopetón el ruido sucio del aire de una tormenta en la noche. Yo había cerrado el libro amarillo de poesía y aún sentía un cloqueo de versos sueltos en mi interior; la misma sensación de aquellas barcas amarradas flojamente a un chopo de la orilla —estoy hablando de mi infancia, estoy hablando de mi ciudad, estoy hablando del Duero— que se dejaban batir por el vaivén del agua dulce.

La escena imaginada es esta: Un hombre entra en el mar despacio, bamboleándose, con un haz de cuadernos bien defendidos entre las manos. Abre el primero y se agacha contra el agua como para tasarla. Si pudiéramos ver ese cuaderno sabríamos que son poemas, poemas llenos de borrones y de tachaduras aquí y allá. Hay también, claro, palabras flotantes que han quedado a salvo, grupos de versos enteros librados como por milagro de esa labor carbonizada que ha consistido en cegar cuanto se ha podido, cuanto se ha tenido que cegar para hacerlo desaparecer como siguiendo una ley irrebatible y exigente. Pues eso. El hombre sumerge sus cuadernos abiertos en el agua del mar y empieza a pasar sus páginas de principio a fin. Uno a uno, lo hace con todos ellos. Cada nueva página para una ola. Cuando se acaba la operación, vuelve a la orilla con los cuadernos chorreantes. Han de secarse por sí mismos. Los deja solos. Pasa un tiempo. Días y días, semanas. El hombre —que es muy delgado, como si solo tuviera perfil, y mueve las manos de dedos largos en una danza de alfileres rápidos— se dedica solamente a mirar durante un tiempo esos cuadernos, a las afueras de cualquier otro quehacer humano. Cuando por fin se atreve, los abre y comprueba que los borrones han desaparecido dejando a la vista las palabras que había bajo ellos; en cambio, lo no tachado (palabras flotantes, grupos de versos enteros) ya no está: todo quedó en algún lugar del agua, esperando a los futuros ahogados. Así que el hombre delgado se afana en copiar de nuevo cada poema, ahora sí, ahora librado por fin de la ganga sobrante.

Ese hombre es un poeta. Podría asombrarse de eso que ha ocurrido, podría preguntarse lleno de desconcierto por las razones de ese prodigio: lo que él había desechado se lo devuelve entero el mar o la sal o la fuerza de la luna; en cambio, lo que él había salvado desapareció bajo la manta del agua. Es como si esas palabras tuviesen un peso distinto. Pero no. En todo caso, él se limita a reproducir fielmente ahora esa lengua extraña: lo que ha quedado vivo en cada página de cada cuaderno. Cuando termina, a guisa de título, pone en la cubierta del primer cuaderno un verso tomado del interior, algo que parece una proclamación absoluta y áspera sobre lo que ha sucedido: Nada me conmueve.

-II-

“Cuadernos de borrones junto al mar”. Tomado de un poema del libro Mirador, elijo este verso para empezar por algún lado. Todavía no veo nada más. Es como si en el cuarto oscuro del revelado me quedase solamente con los negativos de las fotografías. Me he atrevido a poner bajo

El poeta Luis Santana. Fotografía: Luciano Abejón.

ese verso el texto que viene, y que ahora aún no está escrito o en todo caso está garrapateado en harapos de escritura desmañada que apenas si entiendo yo mismo, como si también se hubiesen traspasado mis palabras a una lengua, sí, extraña. Ese texto querría ser el correlato de una lectura particular y sostenida y atónita de Nada me conmueve (Editorial Dilema, 2022), la poesía reunida de Luis Santana (Medina del Campo, Valladolid, 1957) que reaparece ahora así, en un solo volumen que se deja empuñar con facilidad y que muestra el mundo poético del autor y la firme evolución de su escritura hacia una labor de excavación, de meticuloso desollamiento verbal, y hacia la dilapidación del plano del significado. Un quehacer minucioso desarrollado, como bien afirma José Luis Puerto en el prólogo, en la penumbra de la inadvertencia.

Me parecía que ese verso liminar (“cuadernos de borrones junto al mar”) podría revelar la actitud y el carácter de quien ha mantenido durante más de treinta años una voluntad de extrema reconcentración en torno a un discurso comprometido consigo mismo, un discurso que elige, en vez del valor de la compacidad o de la corpulencia verbal, otra escritura fulgurante de hebras, de trizas entresacadas de algo mayor que podría haber dado la cara pero que se nos ha negado; algo cuya extensión había sido, precisamente, ocultada por borrones para quedar encerrada en el No, pero que a la postre ha acabado por constituir el poema. Tal como se dice de esa “muda lámpara” (“permaneciste quieta / nada se reconoce a tu luz”), la escritura de Luis Santana posee una iluminación solo suya que surge de lo oscuro para guiar a quien lee hacia lo gozoso incomprensible como territorio natural de estos poemas. Entre resplandores hirientes, versos llenos de aristas de filo agudo dejan a la vista solo un saldo restante, una vez perdidos todos los nexos entre las palabras y el mundo. Únicamente queda, en el lenguaje exigente de la perduración, la versión radical de la belleza.

Hay un poema en Mirador que podría funcionar como una proclamación, como una poética de este modo de actuar entre brechas y borrones. El poeta lo sabe. Nombrar es lo bastante:

Como el mantel roto
que descubre lo secreto
y enseña las carencias,
el empleado de trenes
que anuncia las ciudades
y exclama sólo sus nombres
–melancolía del alcanfor–.

De modo que mantengo ese título puesto a ciegas:

“Cuadernos de borrones junto al mar”.

Fue al darlo por sentado cuando recordé aquel libro de Ada Salas (El margen. El error. La tachadura) donde se decía que el lugar del poema era precisamente ese: el lugar de lo no revelado (y vuelvo aquí a la imagen del cuarto fotográfico), de lo desestimado. Me levanto a buscarlo; leo casi al azar: “Los poetas nombran lo que nosotros voluntaria o involuntariamente silenciamos”. Entonces vuelvo a aproximarme por otro camino a la poesía de Luis Santana, que ha llevado consigo ese cuaderno de borrones hasta la orilla del mar. ¿Para desprenderse de él? ¿Para entregarlo al agua, la que todo lo arrastra? Podría ser. Sea como sea, lo que luego ha quedado en la tierra, con nosotros, es esto otro: iluminaciones desentendidas, pasto sin nombre para la gula de quien solo desea dejarse penetrar por la pedrada loca de las palabras del poema.

-III-

Es una tarde de enero con el aire como de tornillos fríos. La luz de las seis comienza a saber a tumba y yo empiezo a leer Nada me conmueve como quien merodea en torno a una presa escurridiza. Pero pronto me doy cuenta de que la presa soy yo mismo, que me dejaré atrapar por los fogonazos de esa manera de destazar la lengua hasta dar con el puro resplandor de las palabras. Eso me hace pensar por analogía en la poesía de Emilio Adolfo Westphalen, en los modos de Ullán de arrastrar la lengua a los márgenes, en esa búsqueda de un idioma hecho de sobras y de vértices como si el poeta entrase en una fiesta al final del todo, a rebañar los platos que otros habían preparado. Así, él urde una lengua extraña, “un idioma de segundo orden”, como dice Alain Badiou a propósito de Beckett, capaz de conseguir “un timbre inaudito, en particular, gracias a una especie de fractura íntima, dentro de la frase, que aísla las palabras para rectificarlas”. Un aislamiento que, también en el caso de Luis Santana, comporta una serie de renuncias: a lo argumental, a la trabazón sintáctica, al estallido previsible de una convencional hermosura (aquí, en cambio, “La belleza / –cansancio del gesto–, / humedad de la piedra / descomponiéndose”), a la expansividad que deviene relato. Todo eso queda derrotado, amilanado por otra preferencia hacia lo necesario incomprensible como única manera de dejar en pie el poema –lo que queda del poema– con el ropaje justo: una materialidad verbal y una intersección de fragmentos yuxtapuestos que siguen a flote como única munición expresiva posible que se niega a evocar –ni siquiera de lejos– la sombra de un discurso sostenido que aquí nunca llega.

Se me ocurrió que la poética de este autor podría rastrearse a través de los títulos de los cinco libros publicados entre 1988 y 2016. Y creo que sí, que en ellos se contiene la idea de un recorrido que tiene que ver con la distancia, el extravío propiciado, la inadvertencia, la retracción, la huida…
·   Para empezar, Mirador (1988) apunta ya desde su título a esa manera distanciada de ver desde lo alto, sin cercanía ni tacto, aquello que se está nombrando; parte así Luis Santana de un acotamiento, una declaración de su modo de estar lejos y ojo avizor (“desde lejos, siempre desde lejos, del otro lado del río”); o a lo mejor es esto otro: ¿Queréis saber quién soy? Soy el que sólo mira, soy el mirador; eso es. El título ya calificaría al poeta. En cualquier caso, este libro inicial ya desvela, para empezar, un modo contenido de estar ante la fronda de la realidad.
·   ¿Y luego? Una lengua extraña (1992) propondría ya la permanencia definitiva de Luis Santana en una ajenidad que pasa por desmontar toda vinculación entre el sonido y el significado de las palabras del poema, precisamente para mantener “la misma fresca fibra que la encadenada / belleza de las palabras desconocidas”. Es esa búsqueda de la belleza en lo no previsible la que estimula la desafección del poeta hacia un modo de decir que no le basta, precisamente porque solo se entrega a la comprensibilidad: “Digo lo indecible: / lámpara en los fragmentos del vaso caído”.
·   En Sombra mínima (1999) se evoca ya, desde el propio título, la falta de voluntad de ocupación de espacio ninguno por ese “hombre jazmín” del poema inicial (“Abrázame nimbo / bajo no nombre”), lo que origina ya un movimiento decidido hacia la retracción absoluta en los dos últimos títulos: Carta no enviada (2014), donde de entrada el acto es ya sustituido del todo por la tentativa, y Leyendo la fuga (2016-2020), muestra final de lo que en adelante seguirá nutriendo a quien ha hablado hasta ahora en el lenguaje de las heridas: “Rostro alumbrado, / dame una herida, / en la herrumbre, incurable”.

Ese es el recorrido: deshacer la memoria entre los dedos de una lengua extraña, resbaladiza, con la impronta aceitosa de lo que va conduciendo al poema hasta la carambola, hasta el territorio donde se ha desechado “el malestar de la lógica”, como lo denominó Miguel Casado.

-IV-

Otro arrebato personal que ahora necesito: localizar los cinco libros, uno por uno, de Luis Santana para ponerlos junto al volumen amarillo de su poesía reunida. A ver si pesan lo mismo, a ver si suenan igual. Sigilosos, acurrucados en formatos menores de factura sencilla, casi artesanal, con esa misma adicción desde un principio a la desaparición o a la inadvertencia que el propio poeta parece cultivar sin saberlo. Uno no aparece en la biblioteca: la primera edición de Sombra mínima, con las palabras de Olvido García Valdés (ay, las misteriosas desapariciones de los libros; a veces nos castigan yéndose porque seguramente no los merecíamos o no los atendimos bien). En cualquier caso, me gusta leer los libros de poesía así, uno a uno, cuando cualquiera de ellos aún no prevé el siguiente. Antes de desembocar en una edición de poesía reunida (Nada me conmueve, en este caso) tienen esa andadura incierta que se acompasa con la naturaleza casi esquiva de las editoriales y colecciones en que salen al aire. Querría decir algo a propósito de algunos poemas que podrían hacer hilo para acercarme algo mejor a la escritura poética de Luis.

Por ejemplo este de Mirador, cuyo arranque me ha parecido tan próximo a Vallejo:

Casi nunca hubo nada en casa,
ni un reloj, ni postre
salvo los domingos, o el vino
en que ahogar algún naufragio,
o un abrigo de solapas grandes
para el invierno.
Y ahora, cuando padre
ya no va en bicicleta a cobrar el salario de los sábados,
ahora, que hasta las tejas hacen más ruido
que de costumbre mientras llueve,
tenemos un reloj grande,
que atrasa siempre,
como todos nosotros,
como la ternura.

Todavía la ilación de la sintaxis dota al poema de una cierta vertebración. Aquí hay aún relato, no hay memoria desenfocada. Y hay confesiones explícitas: signos de escasez; de cotidianidad compartida. Me emociona ese verso, estirado como ningún otro, a propósito del padre (“ya no va en bicicleta a cobrar el salario de los sábados”) y que parece emular el pedaleo lento, costoso, en pos del dinero, con esas reminiscencias neorrealistas ambientales. Pero después (“ahora”, el ahora del poema) llegan novedades: la distinta presencia de las tejas y ese reloj familiar, grande, que se atrasa siempre, que no permite que en la casa haya un acomodo al compás de la actualidad. Se me ocurre pensar que el aviso ha de ser una prefiguración de esa renuncia del poeta a compartir en su poesía una temporalidad común. Toda la escritura de Luis Santana remite a unas afueras de la experiencia común; como dice Antonio Ortega en el epílogo de Nada me conmueve, esta poesía es “un continuo entre los recuerdos y los sentidos, capaz de establecer su particular mapa y su particular lógica”. Y es que ya en este primer libro hay un eje que recorre muchos de los poemas y se convierte en sustancial: la convicción de lo inalcanzable (“ya sé que todo es como el horizonte / al que no llegaré nunca”, se lee en otro poema), que expulsa toda la poesía de Luis Santana de cualquier complacencia social e inaugura un mundo propio entreverado de imágenes marginales que no caben siquiera en una gramática ordenada.

Me fijo ahora en este otro poema de Sombra mínima (lo tomo del volumen de la poesía reunida) que me lleva a Gotfried Benn, a Morgue, aquel libro breve y desazonante.

MOZOS DE AUTOPSIA

Cuarenta y siete muertos

Desazón donde cráneo
piensa ya no
asoma moderadamente
un pus pánico cetrino y pesado
cayendo

Dudosa mano asea
desmáyase cuerpo por arma
en mano entre carnes
undosas y muertas como madera

Ya se contrae de amenazas
cánceres y decapitados operario

Ramas de ardor
crecen por su memoria
crin de serpientes donde oscuros senos
muerde su iris esa ruina
cuaderno de anotaciones rápido

Muerto muerto asístate
otro temor no te recuerde nadie

Aquí el relato ya se difumina más y solo queda como entrevisto por detrás del lenguaje. En Sombra mínima este emboscamiento es una práctica recurrente por medio de otros procedimientos que enroscan al lenguaje contra sí mismo: anagramas, aliteraciones, trazos de palíndromos, paronomasias… En la mayoría de los poemas se pierde el asunto prometido en cada título —también en estos el valor solamente está en lo que se dice, no en lo que significa— y emerge enseguida y sin reservas un potencial de imágenes con palabras entresacadas a cucharadas, a modo de anagramas, de esos títulos; se propone así una lectura en que las palabras —su alcance significante— entrechocan resueltas en algo cercano a los conjuros y al nonsense de las canciones infantiles. Es como si Luis Santana operase ya sin salir de ese mundo verbal suyo, como si no hubiese nada más esperándolo en las afueras del poema (“Amarga nada da anagrama”, decía Aníbal Núñez con su descarnada lucidez).

En “Mozos de autopsia” sí hay vinculación patente entre ese título y el poema. Pero todo va quedando en él —como si entrase en analogía con el destazado de un cuerpo en la carnicería de una autopsia— hecho jirones, secuencias descompuestas, desemplazamientos a favor del ritmo (“desazón donde cráneo / piensa ya no”), imágenes perturbadoras ya sin amabilidad orgánica: “crin de serpientes donde oscuros senos”. Todo ello descuartiza cualquier posibilidad de dar compacidad al texto. No es ejemplo ocasional en la poesía de Luis Santana sino una tronera más, suficientemente abierta a esas alturas del libro, hacia esa residencia personal que acota el territorio de una voz singular y hace de cada poema una experiencia autoconsuntiva que se extingue a sí misma a medida que se manifiesta (otra vez el asunto de los borrones), en paralelo al propio poeta, que “des-aparece, se hace protagonista de una suerte de fuga y se busca en la creación de una lengua que posibilitara y acaso diera acceso a su rescate”, como ha dicho de esta escritura Antonio Ortega.

Volviendo a “Mozos de autopsia”, con tal de mantener esa tensión verbal no se regatea ninguna modulación expresiva: “Muerto muerto asístate / otro temor no te recuerde nadie”. Así termina el poema, en este registro de lenguaje anacrónico con indicios medievales, invocando a un ‘tú’ en interlocución imposible, como si una vez más fuese la incomunicación la única opción, fantasmal e irremediable, que podría hacerse cargo de un mensaje sin destinatario fuera de sí mismo.

Algo parecido ocurre en el poema “Lectora”, de Carta no enviada:

LECTORA

Nada entra en tu pupila
creciente,
luna creciente,
quieta sobre la página.

Página sola,
lectora sola,
sin encontrarse nunca.

Aquí sí hay interlocutor/(-a) pero persiste esa incomunicación, ese desentendimiento entre quien lee y lo que se lee, tal como si ya se supiera de antemano que es irresoluble la tentativa de penetrar en una lengua extraña.

La consciencia de haber levantado un idioma más allá de los límites de la comunicación convencional (incluida la comunicación convencional poética) tal vez tenga que ver con ese último título, Leyendo la fuga, que es por ahora, en 2023, el final de la andadura de Luis Santana.            Pensándolo bien, el título podría entenderse estrictamente como una alusión artística (fuga musical, punto de fuga pictórico…) que hablara de la búsqueda de una convergencia desde distintos lugares de partida, tal como si se ejerciera un juego de asedios a fin de poder establecer una melodía estructural constante. Por otra parte, es inevitable suponer que esa fuga es el rasgo primordial que caracteriza la trayectoria de un poeta en perpetua huida de los modos de la habitualidad verbal, de la habitualidad social. Es como si esta poesía ya diese cuenta de un hiato irrestañable entre el yo y el mundo, con todas sus consecuencias. En todo caso, cuando el poeta ensaya un regreso, ¿con qué puede presentarse ya? Con restos nada más, tal como había hecho desde siempre en su poesía con aquellos cuadernos de borrones desechados que, a la postre, se rehabilitaban, restituían la médula temblorosa del poema:

OFERTORIO

Te ofrezco todo hueso,
los nudos del árbol
en lugar de la rosa,
las delgadas venas que sangran bien,
tan finas como inencontrables agujas.
Para tu luz de sagrario,
soluble mediodía desciende.
Allí mi vista te agasaja,
estoy en tu sombra de fruta;
no hay causa para su cuidado.

¿Qué más se puede añadir?  Este que llega desde unas afueras a restaurar su relación con el mundo viene con huesos y nudos en lugar de rosas. No hay otra munición que brille para celebrar el reencuentro. A esa ascesis se refirió Olvido García Valdés cuando hablaba, en palabras que trazaban la naturaleza de esta poesía en Sombra mínima, del despojamiento que caracterizaba el quehacer de Luis Santana. Imposible, pues, enmendar esa fuga. Somos muchos los lectores que preferimos acudir a ese exterior indefinible desde el que el poeta dice. Y que él permanezca allí, en el revés de las magnitudes, desvelando con sabiduría verbal y parsimonia ese discurso de borrones y vasos comunicantes que no se someten a los dictámenes del mundo. Que nunca vuelva Luis Santana de ese exilio donde es posible encontrar otro resplandor para las palabras. Y, en todo caso, si aparece con señales de su mundo, que llegue, como un profeta oscuro, con bienes imprevistos que han de vencer nuestra perplejidad y nuestro desconcierto, como vuelve a decir en los últimos versos que aparecen en Nada me conmueve:

Ave de colores pacientes,
te doy la piel de algunas frutas
y un blanco de gasa sustraído;
mi ofrenda.

 

  • Luis Santana (Medina del Campo, Valladolid, 1957) ha publicado los libros de poesía Mirador (Ediciones del Faro. Valladolid, 1988); Una lengua extraña (Editora Regional de Extremadura. Mérida, 1992); Sombra mínima (Huerga & Fierro. Madrid, 1999); Carta no enviada, (Ediciones Vitruvio. Madrid, 2014) y Leyendo la fuga (Manual de Ultramarinos. León, 2016), además de la novela Al final ni nos despedimos (Ediciones Baile del Sol. Tenerife, 2012).

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