
El primer cielo de hoy, que todavía tiene colores de tatuaje sucio en esta hora del amanecer. A lo lejos, oscurecido, el perfil del monte. Y, más de cerca, las masas de los árboles como borrones de espesura textil afantasmada. Va llegando la luz con su pedrada clara. Los azules ceñudos empiezan entonces a hacerse débiles y desinteresados igual que una corteza cada vez más mondada. Hasta la transparencia.
El rayo que entra cada mañana en el salón da primero sobre la madera reluciente de un mueble, a la izquierda absoluta, justo contra la trencilla de la puerta que cubre el radiador. Y sube hasta estallar en el filete dorado de unos álbumes de fotografías con cantoneras. Yo lo estoy esperando siempre antes del alba. Dejo de hacer cualquier cosa y me dedico a perseguirlo sin moverme por no asustarlo. Lo veo entrar como al animal de la claridad. Saluda con su guante de oro, iluminando con su lametón esas pequeñas cosas de la república doméstica. Primero al mueble, luego a la pared blanca, después al tiesto y a la madera del suelo, por fin a la alfombra. Avanza así como una lengua lenta, una tromba muda de encendida calderilla. Así es como entra el verano en la casa cada mañana.
La hembra de la familia gatuna, que ha salido. Rayada, de un parduzco sucio, su pelaje recuerda a esas alfombras de bayeta ajada que daría grima dejar resbalar bajo las uñas. Sin duda, va a buscar qué comer. Olisquea por la acera desierta y debajo de los coches aparcados. Creo que no hay nada. Nada de nada para ella y las crías. Se vuelve a la hura. Me planteo si no tendré que empezar a llevarles algo para que se alimenten.
El hombre que llama al timbre de casa es discapacitado. Sonríe parado mientras me alarga una credencial. “Soy el que vengo por navidad”, me dice antes de nada. Y el calor achicharrante que está haciendo hoy lo vuelve todo aún más irreal. Le compro un par de cosas: un folleto de pasatiempos y una pequeña revista de repostería. Se pone muy contento. Seguramente es que no lo esperaba. Y vuelve a sonreír al despedirse. “Pues hasta la navidad, señor”, me dice. Y se esfuma ascensor abajo hacia el calor, tal una aparición evanescente y alegre. Cierro la puerta. Entonces vuelvo a sudar.
Otra jornada de calor extremo. Pasaré a primera hora por la guarida de los gatos. No veo salir al macho hace ya días. “¿Y qué se cuece por ahí?”, dan ganas de asomarse y preguntarles.
En la playa de Las Catedrales, en la costa de Lugo. Una novia vestida de blanco que ha elegido ese escenario para el reportaje nupcial. La arena está mojada de la última marea y ella arrastra penosamente su vestido de hada manchado, mancillado sin remedio. Es como una sirena degradada por los dioses del mar y devuelta a la tierra. Busco con avidez curiosa al novio, que tiene que andar por aquí también. Está ahí, con un traje crema claro y un chaleco blanco, escondido bajo un promontorio de visera que forma uno de los farallones. Tiene el gesto hosco y los brazos cruzados con fastidio. Sin duda, querría desaparecer. Como si asistiera sin remedio a una tumultuosa violación, contempla impotente cómo los turistas, en su natural ordinariez, sacan sin disimulos, una y otra vez, fotos de la muchacha empozada en la nata embarrada y oscura de la arena húmeda, pataleando por arrancar de ella sus zapatos blancos, ya tan envilecidos.
En el pueblecito gallego, el amigo que me hace reparar en el letrero de un comercio. Domina la fachada y dice en letra generosa: DESDE 2012. O sea, desde anteayer, como quien dice. No deja de ser un buen ejemplo sobre lo efímero de estos tiempos en los que fundar y clausurar son a menudo acciones consecutivas que se dan la mano.