Nueva entrega del poeta, ensayista y crítico literario uruguayo afincado en México, y que forma parte de un libro en curso –”un libro que escribo cuando me entra una especie de velocidad de ira”–, titulado ‘Prosapiens’.
Por EDUARDO MILÁN
Dos tipos humanos conviven tanto entre convulsión y páramo que, por poco ebrios, parecen claros de bosque: los necesitados de ruido y los necesitados de silencio. Los primeros habitan un espacio que se sitúa al mismo tiempo a pocos pasos del bloqueo y de la música. La música ya viene con silencio. La última música no. Genera un continuo que intenta, por la bajada donde se desplaza el grupo con su cargamento a cuestas, emular la necesidad narrativa que produce la zona urbana, en cada esquina un relato, a excepción del área metropolitana, inmensas novelas del despegue lejos como en el XIX las características, idénticas lluvias de campiña. Los segundos viven como entre varas, entre silencio y silencio. El fantasma de una cárcel rodea la ciudad, el espectro de un anillo de humo la montaña. Barrotes de silencio se diría en tierras de metáfora, varas de silencio severo el que tensa el retén de la frontera. El silencio humano, distinto del silencio de la parra y éste del de la higuera y este otro, el de la palma plantada junto a las aves del paraíso, distinto en sí mismo, solo, para adentro. El silencio humano quiso el sí que habían querido la roca y su cima, la sirena. Quiso luego lo del pez, morir por la boca. De lenguaje de gritar a lenguaje de tocar a lenguaje de angustiar, la última grieta que en el vidrio estría. El silencio humano no es, en su renegada duplicidad, el silencio animal –que observa. La mirada entre curiosa y atenta, la mirada que tiene una distancia que da la cercanía del que lo ha gastado todo, animal mirada que sólo se tiene a sí misma. Ahí viene la demanda de caridad que uno le otorga al interpretarla –lo detestable: el sentido piadoso otorgado a una mirada que lo entregó todo. Mientras que la humana es ahorro, coqueteo, desvío de quien va de banco en banco en busca de un cajero. Practicar la sospecha como un deporte que lleva de la indigencia a la injerencia, ese es el punto: la deportación. No hay más ojos que extranjeros. Durante todo el siglo XX la mirada humana gastada, encendida de falta, tocó al otro. Hubo estragos del deseo que en la mujer provenían de la enfermedad de amor de un tiempo atrás que arrasa los pulmones, cuencas violetas, verdaderas fosas margaritas. Es un bacilo, es un vacío de amor, un escamoteo y un tejido vulnerado. Parece un acto de pudor contenido en el pañuelo. En nosotros –estábamos enteros esa tarde en que la vimos–, nuestro resto, la mirada desvalida de un valor ajeno al mundo de los valores, ajenjo. Contra la acción, preferiría no hacerlo. Un hacer-no, caliente. Pasión de no hacer, parar la acción, descarrila al tren que van las cosas.