
(Invierno 2010)
En el bar, una y otra vez el camarero, de cliente en cliente, va repitiendo la misma secuencia y en ese mismo orden. “Oreja y chipirón. Patata, callo, morro”. El ritmo de la secuencia visceral [sic] doblemente heptasílaba le obliga a esa exacta combinatoria. Ni una vez se confunde. Mañana cambiará algún nombre pero él se aferrará de seguro a la cantinela, que irá soltando –declamando, sí– ante el personal. Cuida de esa música de fritanga; a su manera, ya es un poeta.
Dice que nuestro sueldo (el de los profesores) es “corrientito”. Y que trabajamos mucho. Y que no recibimos suficiente consideración social. Él, que nunca se pone de huelga, que no quiere intervenir en nuevos procedimientos de enseñanza asistida, hasta donde pide el sentido común, por tecnologías novedosas, que vive temeroso y cautivo de un carácter agrio y repelente, desconfiando de todo. Este hombre pertenece al pasado, sí. Su nocividad es silenciosa y decisiva, como un fino veneno inoculado de continuo allá donde mira. Da tristeza el aire de la estancia donde estamos hablando. Hay que huir de él. Y me voy, me voy de allí. A respirar entre los alumnos de los que él abomina. Me encuentro mejor entre ellos. De todas, todas.
Sigo viendo –ya lo he dicho otras veces– esta especie de paisaje de avisos apocalípticos que inundan los comercios en la época de las rebajas. “Últimos días”. “Restos”. “Liquidaciones”. Eso se lee. Y yo me imagino por lo bajo el ángel que sobrevuela con su trompeta estrepitosa por encima de todo en el aire lluvioso de la tarde. “Ya viene Paco con la rebaja”. Así podríamos llamarlo, para darle por fin sentido a esa expresión que siempre me ha parecido tan graciosa.
Hablando de expresiones, ésta que una amiga le oye a su madre sobre alguien que se quiere dar mucha importancia: “Parece que hubiera comido pechuga de ángel”. Maravillosa y exacta.
Todavía pueden oírse cosas así. En el bar están los obreros de cada mañana almorzando; “haciendo las diez”, como ellos dicen. Y de pronto, en voz despreocupadamente alta, hay uno que hace saber a los otros cuánto le gustó una película que acaba de ver. “Es guapa, guapa, les dice, se titula ‘El amor en los tiempos del cólera’ y trata de una pareja que se espera por más de cincuenta años…”. Y sigue fervoroso, contando la trama a los demás, que le escuchan con fortaleza e interés mirándolo fijamente y mordiendo el pan de los bocadillos. Mientras esto suceda, merece la pena seguir contando historias.
Viaje a Portugal. Me tranquiliza algo comprobar que, a pesar de todo, el ritmo de la vida allí continúa manteniéndose al margen del vértigo y la ordinariez que en otros lugares –en España también– ya se han impuesto. Allí qué va. Apenas bocinas en Braga. Y mucho silencio en las primeras horas de la noche en Vila Real. El dolor portugués, como el de Marcial en aquel epigrama, nunca hace ruido. Paseos en calma de la gente junto al río Túa un domingo por la tarde en Mirandela. Portugal se mueve silenciosa como una planta atendida sin mucha resonancia. Y junto a auditorios espectaculares y puentes tendidos y plazas de belleza templada, la gente sigue aferrada a cierta ley irremediable y llena de verdad que los deja así: silenciosos, soñadores, fatalistas…, como si vivieran siempre, estén donde estén, a las orillas de un muelle y esperando un barco que ha de devolverles algo. Así los volví a ver, de momento.
También hoy el sol se ha abierto paso sin manotear demasiado por el cielo, ya casi caliente. Y allá va la memoria, sin esfuerzo, a reclamar lo suyo mientras pueda volver a convocar la alegre arquitectura de los recuerdos bajo aquel conjuro del ocho de marzo: ‘Coseye Jomas’.