Querido diario (18)

18-diario

Por AVELINO FIERRO

Llevaba una temporada escudriñando las luces del alba o el crepúsculo para comenzar estos diarios; hoy he tenido que bajar la persiana para escribir. Quizá no sea la hora adecuada, última de la tarde, sin una nube en el cielo, cielo de un azul rabioso y un sol que todo lo amodorra y deja sin relieve. Ha llegado la impertinente primavera.

He bajado la persiana porque en este despacho-biblioteca no hay cortinas, he encendido el flexo y he puesto la música habitual que asocio a los momentos de escritura. He oscurecido el ambiente,  entrecierro los ojos y trato de buscar una guía, un personaje, un pretexto, una frase, un alma ajena, algo que me lleve de la mano y me alumbre en esta  soledad, esta penumbra de la imaginación.

Quizá haya sido un error haber elegido este instante tan poco propicio; eso le puede ocurrir a cualquiera. O quizá influyan las palabras de Julio S., hace unos días: “Te estás volviendo cómodo, mira lo que te digo. Nunca te he comentado nada, pero te leo siempre. Me gusta cómo escribes, pero te estás enganchando a una forma determinada de hacer. Tienes que atreverte a más.”

Julio ha dirigido alguna película y series para televisión, ha escrito varios guiones, sabe lo que se trae entre manos. Me lo dijo a voces en El Cuervo el sábado pasado, sobre las 22,30. Ni él ni yo habíamos bebido demasiado. Estaba con Carlos y con Ana, su mujer. Llevaba uno de sus elegantes sombreros y una especie de canana de cuero en bandolera; no sé si parecía un guarda jurado o un tipo duro de la última película de Tarantino. La imagen era poderosa, la voz tonante. Un rato antes había entrado en el bar Richard, también con sombrero. Se miraron de un lado a otro de la barra. Pareció por un instante que aquello degeneraría en un duelo, pero fue de sonrisas. Se conocen, saben de la coquetería del otro, saben que son dos tipos guapos y simpáticos que llaman la atención. Son como esas mujeres estupendas que son conscientes de que lo están y se les nota. Creo que fue Dorothy Parker la que escribió “rasca a un actor, y encontrarás una actriz”.

Regresé a la mesa de los murciélagos, donde estaban charlando Alberto “doctor” y Sevillano, pero antes de sentarme volví hacia la barra. Dije: “No sé, Julito, eso quizá es el estilo.” Y me di la vuelta, agachadizo. Pero me encorvé todavía más al reparar en que Dashiell Hammett había dicho que dejó de escribir al darse cuenta de que se estaba repitiendo, que cuando descubres que tienes estilo es el principio del fin. Pero si le preguntas a cualquier director de cine sobre ello te va a contestar que sí, que en realidad siempre ha estado haciendo la misma película. O a un guionista. Y reconocemos de lejos los tráilers, logos o carteles de Saul Bass. ¿Lo que vale para el cine no vale para la literatura?

En la mesa, Alberto peroraba sobre Cuba, sobre la intensidad de los sentimientos, sobre la separación de un amigo con el que ni siquiera podía comunicarse porque su mujer lo había dejado en la calle con lo puesto y sin móvil (“para tranquilizarlo, le diré lo mismo que los cubanos: lo que sucede es porque conviene”), de las costas de Cerdeña que conoce bien y donde le gustaría poner en unos años una clínica. Yo hablé muy poco  el resto de la noche.

 Y, sin embargo, hasta esos momentos todo había transcurrido mucho mejor. A pesar de que había hecho un día de perros. Subí a primerísima hora, cuando amanecía,  al hospital a una cita extra y tuve que encender los faros del coche porque la cortina de lluvia y la niebla ponían oscuras arrugas a la mañana. Charlamos un rato el médico y yo. No sé por qué salió Eugenio D’Ors en la conversación. Me dijo que lo había conocido, que era catedrático de Derecho Romano en Pamplona cuando él era un estudiante de Medicina. Lo confundió con su tercer hijo, Álvaro. Recuerdo que su padre, cuando hablaba de  amaneceres sucios como estos, en la costa, decía que la aurora le parecía una vieja hepática desmesuradamente empolvada con polvos de arroz, con una cara de tronada jugadora de Montecarlo, con sus visos de consumidora de estupefacientes. Recogí unos papeles con los resultados de mis últimas revisiones y subí a la última planta a ver a Reyes. Me dio buenas noticias, me emocioné un poco. Me quedé un rato mirando a través de los ventanales. Todo seguía gris, salvo un letrero en rojo rabioso que ocupaba todo el muro de unas casas cercanas y anunciaba la tramitación de accidentes de tráfico.

Pasé luego a ver a Isidro. Hace unos días nos había dicho que le diéramos una lista de películas. Es conseguidor y emprendedor, y le seguimos la broma. Pero ha debido de comprar un par de cineclubs o heredado de un coleccionista, porque allí estaban, en una bolsa grande del Carrefour la mayoría de ellas. Yo le había hecho una generalista, con mucho francés y algunos grandes éxitos.

Jean Luc Godard, A bout de souffle; Murnau, Amanecer; Wilder, La tentación vive arriba, El apartamento, Con faldas y a lo loco; Bresson, Pickpocket; Lubistsch, Ninotcha, En bandeja de plata; Jean Eustache, La maman et la putain; Cukor, Historias de Filadelfia, Ricas y famosas; Renoir, Partie de campagne, La regla del juego; Perrault, Pour la suite du monde; Truffaut, Jules et Jim, La noche americana.

Mar, no sé de dónde pudo sacar la suya. Trato de imaginar lo que dirían Billy Wilder o Groucho Marx de algo así. Eran estas:

Mi noche con Maud (Eric Rohmer)
El abrazo partido (Daniel Burman) Argentina-España.
La red social (David Fincher) EEUU
Sangre y vino (Bob Rafelson) EEUU 1996.
Mía Sara (Gustavo Ron) España 2006.
Roma (Adolfo Aristaráin) Argentina-España 2004.
La piel suave (F. Truffaut) Francia 1964.
Malas temporadas (Manuel Martín Cuenca). España 2005.
Los pasos dobles (Io La Cuesta Kiscki – Hirokazu Kore-eda)
El artista (Michel Hazanavius)
Promesas del este (David Cronenberg)
A propósito de Elly (Asghar Farghadi)
Nader y Simin (Asghar Farghadi)
El cuaderno de barro (documental) dirigido por Isaki Lacuesta
L’oiseau-Lyre- The original sound
Antes de atardecer (Richard Linklater) EEUU 2004.
Ni uno menos (Zhang Yimou) China
Cita en St Louis (Vincent Minelli)
Tampopo (Juzo Itami)
Documentales Naturaleza: The clean bin Project – Cenizas del cielo – Sobre ruedas – La sed del mundo – Una amistad inolvidable – Play again.

No sé si estoy en esos días malos; lo cierto es que llevo varios de retraso con el diario. Quería redactar, al menos, uno semanal. Escribe D’Ors, en una de sus glosas recogidas en El molino de viento :

“Lector de semanario, consiénteme una insinuación moral. ¿Has probado de adoptar ante tu propio trabajo, la actitud íntima del perfecto artesano?… Por si a esto quisieras llegar, un consejo: en el retiro de tu conciencia mide tu propio trabajo por semanas. Es la medida del buen trabajador. Un día, es poco: medida de vagabundo. Un mes, ya es demasiado: medida de criado o de señorito. Un año es la unidad financiera, la del tanto por ciento, la del rentista… Mide tu trabajo por semanas […] Contando por semanas es como se ve crecer la obra. La eficacia y la fatiga conocen el ritmo de todas las semanas, como el Creador y el Caos conocieron el ritmo de la primera semana del Universo.”

Tenía hermosos planes para esta entrega; quería dedicarla al cine. Pondría la música de Nouvelle Vague de fondo y el vídeo de Youtube con el baile Madison de Anna Karina y los muchachos en el café parisiense que sale en Bande à part. Quería haber leído y citar el libro de Anne Wiazemsky, en el que cuenta cómo venía de actuar para Bresson, cómo escribió aquella carta a Godard y se convirtió en su mujer, y protagonizó La Chinoise y otras películas, y cómo Godard, en su época maoísta, paseaba por París en su Alfa Romeo… Todo eso podría y querría haberle contado a Julio S. el sábado, en El Cuervo.

Pero cómo te asedian, cómo hacen notar su presencia algunas opiniones ajenas. Todo ahora son dudas, todo parece malogrado, fundido en negro. Kierkegaard dice que el que continúa con entusiasmo renovado es un hombre. El que continúa sin entusiasmo es un filisteo. Y el que se entusiasma sin capacidad para continuar, es un diletante.

Ni hombre, ni siquiera diletante. No tengo ganas de continuar, ni entusiasmo para ello. Todo, ahora, es desaliento.

*

Entre los papeles del médico aparecieron los folios con el texto de Alberto R. T., “Yo he venido a hablar de mi crisis”, la primera de tres conferencias sobre literatura. Los tenía desde hacía un par de semanas y se habían escondido de esa manera. Bien sea porque suelo escribir sobre mis estancias en el hospital, o por hallazgos como éste, estoy comprobando que las guerras en mis entrañas alientan los ejercicios de redacción. El diagnóstico para el cuerpo, que suele llevar al abatimiento plañidero (“La chair est triste, helàs!”) despierta un alma elegíaca, o visitas ocasionales de la inspiración.

¿De dónde vienen las historias? De la imagen de un viejo llevando a un niño a conocer el hielo, como en García Márquez; de una obsesión infantil, como en Rulfo; de la visión de una mujer a quien se le entrega un chal que está tirado sobre la playa, como en Flaubert; de una sola palabra, como en Borges; de una primera frase, como en Carver; de una noticia en el periódico, como en Lolita; del pasado, del presente, del subjuntivo…; de las esperas en la consulta del médico como, al parecer, es mi caso.

¿Y por qué nos abandonan? O ¿por qué decidimos dejarlas, nosotros, que parece que no podemos vivir sin ellas?

En estos días, los suplementos culturales de los periódicos traen la noticia de que Alice Munro y Philip Roth anuncian que dejarán de escribir. También Ian McEwan escribía que, al igual que un pastor protestante de finales de la época victoriana, que sufre sus Dudas en la oscuridad, tiene momentos en los que su fe en la ficción se tambalea, que ese arrebato de apostasía se cuela con sigilo en el amplio hueco que separa la terminación de una novela y el comienzo de la siguiente. Y que un detalle, una expresión, una frase, puede ser el principio de la vuelta al redil.

En su caso, la vuelta a la fe comenzó con la relectura de dos breves relatos, Camas separadas en Roma y Símbolos y señales, de Updike y Nabokov.

Yo me he acordado de Alberto, que lleva una temporada diciendo que deja de escribir. Esas dudas que en su caso alimentan certezas, las cuenta divinamente en esos nueve folios que estaban entremezclados con los míos, de  análisis, ecografías y gastroscopias.

Tiene en ellos certeros diagnósticos sobre la enfermedad del escritor, son como un manual de autoayuda para los días en blanco, para esas épocas baldías, para los exasperantes vacíos. Pero Alberto sabe muy bien qué le pasa, y hace con ello literatura. Y se atreve con un decálogo que desarrolla el consejo de Borges, “uno tiene que ejercer el hábito de escribir para ser digno de esa visita ocasional o eventual de la musa.”

No puede enfermarse quien sabe bien dónde le duele y cuál es el remedio, la penitencia, el deseo, la única fe verdadera, la comunión.

“Ese es uno de los irresistibles cantos que entona esta sirena llamada crisis, animándonos a recostar nuestra atormentada y humeante cabeza en su regazo, tan dulce y tan disponible. Otro, mucho más retorcido y perverso, es el que nos ofrece una vía alternativa para conseguir lo que, en el fondo, buscábamos, y de hecho, no conseguíamos. Lo que buscábamos era el reconocimiento externo, es decir, el aplauso de los demás, es decir, que nos prestasen su atención, su tiempo, su cariño… Es decir, lo mismo que hacíamos de niños cuando aprendíamos a andar en bicicleta y gritábamos: “¡Mira, mamá, sin manos!”. Pero a cambio, de nuestro duro trabajo de años y años, no nos lo dieron, o no nos dieron más que miserables migajas, las sobras de su tiempo, los restos de un banquete en el que fueron otros los que se saciaron. Pues bien, ya que no nos hicieron caso por las buenas, intentaremos que nos lo hagan por las malas; no nos prestaron sus cuidados en la salud, obliguémosles con una enfermedad; no nos atendían cuando hablábamos, adoptemos un mutismo empecinado y terco; pasaban de largo cuando nos tenían delante, pues escondámonos y que nos busquen. Eso es también, o puede acabar siendo, queridos amigos, una crisis, así que mucho cuidadito. Lo peor es que este chantaje emocional a veces funciona, igual que funcionaba a veces cuando éramos niños. Lo peor, también, es que puede no funcionar y dejarte con una cara de tonto… Y lo peor, asimismo, es que el precio que uno paga por todo ello es el infantilismo total, la inmadurez perpetua, la fragilidad y la dependencia y la inestabilidad emocional. En una palabra, la infelicidad.

En fin, que no sabe uno si seguir en crisis un poquito más, o salir pitando de aquí cuanto antes. “Facilis descensus Avernis”, advierte Virgilio en la Eneida. Bajar al infierno es fácil, lo mismo que es fácil resbalar por el tobogán de la crisis. El problema será salir, volver, subir…

Muchas son las dudas y muy pocas o ninguna las certezas, eso es también literatura. Pero había algo que yo siempre quise tener claro, algo con lo que siempre di la paliza a los demás, justamente para recalcármelo a mí mismo. La fe ciega en el trabajo, y subrayo: ciega. La determinación de seguir escribiendo a toda costa, sea lo que sea y pase lo que pase y cueste lo que cueste. Ese fue el principal mandamiento de mi religión durante años, aunque a veces yo pecaba.”

 Alberto, buen amigo ¿llegó la primavera para vestir los árboles en la Sobarriba? Estarás plantando tu huerto, libarán las abejas. Alrededor de ti jugarán tus hijos. Mira la nieve de las peñas, aspira el aroma del tomillo. Déjate de lamentos. Aplícate las recetas de los antiguos; busca alguna vieja prescripción (prescribir viene de scríbere, escribir), coge un libro cualquiera o aquel que te regalé: los Cuentos de Nabokov. Volverá, sin duda, la ilusión.

3 Comments

  1. Yo me quedo con la escena entre Julio «Camarada» S. y Richard. Por lo real y lo imaginado, por lo cercano y lo imprevisible, por lo cotidiano y lo irrepetible. De todo lo demás, ¿sabes lo que me pasa? Que no recuerdo el 80 % de los libros que he leído -y mucho menos de los autores- ni de las películas que he visto -y muchísimo menos de los directores-. Lo digo porque me da rabia no poder hacer una lista de libros o películas preferidas…. sé que me dejaría fuera las mejores. Aunque eso también tiene una ventaja: ¡Puedo volver a leerlos/verlas como si fuera la primera vez! (Si no me consuelo yo…)

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