La escritora de raíces maragatas reflexiona en este texto a partir de la obra de teatro de Ignacio Amestoy —dirigida por Juan Carlos Pérez de la Fuente e interpretada por Ernesto Arias, Daniel Muriel, Paco Lahoz, Nerea Moreno y Jesús Hierónides—, basada en la figura del olvidado político, intelectual y poeta español Dionisio Ridruejo.
La paz no puede nacer de un pacto entre
iguales que tiemblan al verse.
María Zambrano: Hacia un saber sobre el alma
En el gimnasio de una residencia militar, donde están recluidos militares del ejército español con ciertos trastornos de conducta, hay visitas/consuelo/obligaciones perturbadoras, como la del joven capitán de la Unión Militar Democrática que cuestiona, con la arrogancia y la temeridad de quien se sabe ya en el otro lado de una época, ciertas disciplinas entre sudores competitivos de un belicoso partido de baloncesto. Los miembros del público somos observadores externos, como ocurre en los procesos democratizadores de aquellos lugares donde peligran la legalidad y la libertad. Y como en tales marcos, se nos exige pensar, decidir lo que significó, lo que hoy aun significa, el delirio histriónico y mesiánico de quienes imponen el terror llamando “verdad” a su poder, y “responsabilidad patriótica” al lamentable privilegio histórico de ejercerlo.
Cualquier atisbo de respeto desaparece en la irrespetuosa megalomanía sexualizada y sádica de quien se erige en orden inapelable, amparándose en discursos sin réplica que distribuyen las reglas de su juego hasta el hartazgo del propio jugador: un niño caprichoso que se esconde en un adulto convencido de la bondad de su maldad, al que los hechos inevitables despiertan de la melopea de su juego-sueño obligándolo, igualmente, a tomar partido. Releo a la María Zambrano de Los intelectuales en el drama de España y escritos de la guerra civil:
El fascismo pretende ser un comienzo, pero en realidad no es sino la desesperación impotente de hallar salida a una situación insostenible; desesperación aferrada a su propia limitación. Lo que tiene de grave el fascismo, lo que le lanza al crimen, es el aferrarse a unos límites, al ser rebelión y violencia para no abandonar una posición por lo demás inhabitable […] El fascismo nos muestra la desgracia que para el hombre es el conservar las palabras, los conceptos sin vida ya, de cosas que han sido y ya han dejado de servir […] El fascismo ha elevado un culto a los “Hechos”, pero comienza eludiendo todo hecho y creándolo con su violencia; diríamos que como el criminal no cree en más hecho que en el que él realiza.
No soy la única que quiere aplaudir con ganas sinceras la soberbia actuación de quienes dan vida y presencia a Dionisio Ridruejo, una pasión española. Sin embargo, como el resto de espectadores cada día de teatro lleno, hacerlo, aplaudir a los actores extraordinarios, la excelencia del texto de Ignacio Amestoy, una dirección y una puesta en escena impecables de Juan Carlos Pérez de la Fuente, habría levantado en mí la sensación de estar celebrando lo execrable. No es frecuente vivir de ese modo el Teatro; pero este Ridruejo fantasmagórico y físico, que ha tenido que aguardar unas cuantas décadas para estrenarse, distancia (aludo a Brecht con todas las connotaciones y el compromiso que hacerlo significa) precisamente al suponer una inmersión para los espectadores (aludo, ahora, a Buero Vallejo). Inquietante experiencia, envolvente en su registro capaz de mostrar, con honda e inexcusable intención, que esos fantasmas vampíricos pueden seguir vivos y ser tan dañinos como lo fueron si hay quien, todavía, respira por ellos y para ellos.
Decía el maestro Stanislavsky que la palabra para el actor, para la actriz, no es solo sonido sino generación de imágenes, por lo que, sobre la escena, hay que hablarle al ojo tanto como al oído. Insisto: no siempre se consigue tal exigencia; pero sí ocurre, esta vez, en el rito propiciado por la creatividad, el valeroso rigor y el oficio ejemplar de Ignacio Amestoy. Así, las palabras golpean porque son sólidas y agreden. Y conmocionan. Y asustan. Y porque ser golpeada por ellas desde ese simbólico 29 de junio de 1975, en el que Dionisio Ridruejo murió, y sobre el que transcurre la temporalidad simbólica del presente de la obra, es arrastrar lo que hacia ellas llevaba y lo que desde ellas ha llegado hasta nosotros.
Esa exhibición de una virilidad violenta e impositiva, donde no caben ni el respeto ni la piedad, fue el territorio cercado y construido por quienes, como el político falangista, destruyeron una democracia en ciernes que ni la lealtad pudo proteger, porque ella aun no había crecido lo suficiente como para enfrentarse a tal dominio o, al menos, resistirlo. Una democracia que anularon fanáticos, extremistas, confundidos y amedrentados, cuyo temblor me lleva, de nuevo, a la María Zambrano que escribe sobre el fascismo y el intelectual en España:
Todo fascismo acaba en matar, en querer matar aquello que no quiere reconocer […]; el intelectual fascista se pisotea a sí mismo al ponerse a los pies de la violencia, al renunciar sine die a otra especie de razón.
Eso hace difícil la certeza de que hubo posteriores arrepentimientos o un despertar avergonzado de la conciencia. Más parece que se dieron vueltas alrededor de las intenciones porque había ya aburrimientos diletantes y egocéntricos, pero escasos apuntes sinceros cuando el abatimiento los descubría absurdos o falaces. Los habitantes de esa “casa de reposo” se atrincheran hasta la aniquilación temiendo el contagio de algo que intuyen más real que el estéril camino de sus existencias de mermados patriarcas. Lo refiere Ignacio Amestoy en “Ridruejo, el primer político de la Tansición”, incluido en el programa de mano:
“Para Dionisio Ridruejo, político y poeta, las estepas rusas, cuando combatía con la División Azul de Hitler, fueron su “Camino de Damasco”. Pasaría de ser la referencia emblemática del fascismo franquista a encabezar un partido socialdemócrata, la Unión Social Demócrata Española, la USDE, en plena dictadura. […] Ridruejo muere ese 29 de junio, antes que Franco, sin llegar a la “tierra prometida” de la democracia. Sin embargo, su estela es una llamada a la conciencia de todos los que comulgaron, de una u otra forma, con el general sublevado.
…No se mencionan, pero el tiempo nos lo ha desvelado ya, aquellos que se alistaron en la División Azul porque eso era un modo de proteger a sus familias “perdedoras”, un modo de “pagar la culpa propia” de haber perdido. La generación del toro que va al sacrificio, llamó María Zambrano a quienes, como ella, vivieron aquel tiempo de derrotas compartidas…
Mucho más peligroso que el obseso que no sabe esconder su demencia es quien, incluso con sutileza encomiable, disfraza su fanatismo de sensibilidad, de cultura, de palabra creadora de grandezas. Y convence a muchos. Es sobrecogedor ese momento en el que los militares “internados”, poseídos por el siniestro espíritu del dictador y del que fuera su predilecto, convocan las palabras literales que ambos profirieron: Ridruejo ha querido hacer una gran puesta en escena de Fuenteovejuna para celebrar “la victoria”, pero se le ha dicho que hay otras cosas mucho más importantes y urgentes. No soporta tamaño rechazo. Algo se tambalea. El general también se asombra: “¿te lo han negado a ti, Dionisio?”…

Un país, una sociedad, un mundo y su decencia habían sido violados por ese Comendador que no iba a ser expulsado de la vida hasta mucho después. Había que esperar en la acción, que resistir sin descanso, como para el estreno del texto de Amestoy. Tendrían que pasar dolorosas décadas hasta restituir la dignidad robada. Sé, intranquila en mi butaca, incapaz ya de protegerme contra esas palabras-muerte, que parte de esos espectros emponzoñan aun hoy las calles de la ciudad de la hermandad, la paz y la justicia, y que hay que permanecer en vela ética para frenarles las intenciones con solidaridad, conciencia y civismo. Vuelvo a pensar en María Zambrano, ahora desde su Antígona quien, ya en la tumba, al borde de la muerte, todavía tiene fuerzas para decirle a sus hermanos Eteócles y Polinices:
¿Cuál victoria? No puede ser llamada con ese nombre la destrucción de la Patria, su caída. Ya no existe Tebas, ¿lo sabes? Tebas es solo la tierra suya, propiedad de él, el que os venció a los dos y a todos, sin ser por ello victorioso.
Sí, yo sé que todas las victorias se alzan sobre el llanto, y que la sangre, por mucho que sea su caudal, no ablanda los corazones de los vencedores. Vencedores solamente, pues que tan pocos son los victoriosos en las historias que nos cuentan.
La Victoria tiene alas, según la vemos. No han de ser hijos suyos quienes se las quitan, y la asientan sobre los cráneos de los muertos y sobre las cabezas de los vivos, y le ofrecen como ex voto un corazón de piedra, mientras que el corazón de carne, ese que palpita como una mariposa, pierde sus alas. Y su voz y su palabra.
Todo se vuelve pesado bajo los vencedores, todo se convierte en culpa, en losa de sepulcro. Todos vienen a ser sepultados vivos, los que han seguido vivos, los que no se han vuelto, tal como ellos decretan, de piedra.
Ignacio Amestoy incorpora una melodía paralela incrustada en la forma y en la hondura del texto completo. Tiene como guía a una enfermera –“de la Sección Femenina”– que se esmera en que los “brotes” de la enfermedad sean compensados con la medicación pertinente: puede ser una inyección o puede ser el tópico exigido a la heterodesignada, que señala, sin saberlo ella misma puesto que ella nada es, el terror de los cuerpos sometido por la mirada del verdugo, el humillado que se transforma en un esclavo más del obsceno poder. Hombre de Teatro incuestionable, Ignacio Amestoy apela al esperpento para contar la historia de una historia, y la deformación aporta ángulos inevitables. Cuando veo a esa enfermera con el pecho desnudo, en los últimos momentos de esta representación que se agota porque Ridruejo ha muerto, porque la representación de ese mundo que fue el suyo va a dar un giro inevitable, sé que esa icónica diosa de la fertilidad ha amamantado un mundo de dolor, ha dado su alimento de madre a un mundo que niega la matria, lo materno, que ha sido utilizada; cuando veo a ese joven capitán, incipiente demócrata, obnubilado por el avión americano que, como un juguete fascinador, se le entrega; cuando la patética virilidad impostada de quien era, en su bochornosa aceptación, la muestra palpable del absurdo acompaña esta exhibición de frustraciones, no evito aferrarme a las imágenes nacidas de las manos creadoras y el empeño de Esperanza D’Ors, escultora y asesora imprescindible de los espacios-ceremonia de Dionisio Ridruejo, una pasión española. Hay un faro que alumbra la ocultada salida…
Esperanza D’Ors “dialogó” en su lengua de formas con el poeta leonés Ángel Fierro y ambos editaron un “cuaderno compartido” que titulan El Andamiaje de los Sueños. A los versos del poeta, respondía la artista con sus seres humanamente míticos de espaldas heridas porque se les han amputado las alas y ya no podrán volar, y tendrán que esmerarse en hacer caminos sobre la tierra aunque duela la posibilidad arrebatada; con hombres y mujeres que han perdido su sagrada diversidad, su peculiaridad insustituible, obligados a un éxodo que iguala con despiadada violencia. También respondía con delicados abrazos trazados para la soledad del que está solo.
Llegan a mí sus imágenes tratando de borrar la del águila destructora que asesina, una y otra vez, a quien entrega el fuego del porvenir a los seres humanos una y otra vez.
Algún día escribiré de ese andamiaje de sueños creadores; he de hacerlo por la misma causa que he escrito este artículo. Los seres humanos somos palabra y memoria y cuando se nos arrebata cualquiera de ellas, lo que queda es tan triste como falso y peligroso: en el infierno no se ama, en el infierno no se espera, la paz no puede nacer de un pacto entre iguales que tiemblan al verse.
Dionisio Ridruejo, una pasión española nos alerta de tal temblor. Me lo comentaba una estudiante universitaria, perpleja ante la inmensa laguna de desconocimientos y borraduras impuestos sobre la más reciente historia de España que la gente de su edad porta como un lastre, sin sospecharlo siquiera, así que también sin poderlo reclamar ni echar de menos (“no solo vosotros”, le recuerdo). “Cuánto te agradezco que me recomendaras la obra”, me dice. Seguiré haciéndolo, ciertos velos solo los puede levantar, con solvencia y serenidad, el Teatro.
El Espinar, casi acabando abril de 2014