
Viene el río crecido, con turbulencias, aguas embarradas. Cruzo la pasarela y ahí va un pato de aquí, solito, a toda velocidad, dejándose llevar. Va feliz, diminuto en la corriente. Como si fuera un juego. Es su juego. Y da alegría.
Mi amigo Bernardo, el músico pensador, me envía este mail:
Me acordé de ti y de tus despiertos por la calle. Ayer tuve que coger un taxi. El taxista, un paisanazo de 64 tacos. La conversación del trayecto no tuvo desperdicio. Empezamos con el tiempo, lo impredecible que se puso últimamente. Me dice, entre risitas, “con Franco non pasaba isto”. Yo le digo que el planeta se mueve, así que cualquier cosa puede pasar; «haberá que creer niso (que vivimos en un planeta esférico viajando por el espacio), hay xente que estudia iso e dí que sí, eu non estudéi, creer non o creo, pero…”. La conversación nos llevó a la sabiduría de nuestros antepasados labradores, de ahí a los móviles y ordenadores, hasta que, casi llegando, le dije que era músico; se le iluminó la cara y me confesó lo mucho que le gustaba la música y cómo me envidiaba por dedicarme a algo tan maravilloso.
Hoy, al cruzar el semáforo que lleva a la Alameda: «Porta Faxeira, poden pasar!». Había un paisano del lado de la Alameda, como esperando a alguien, y suelta: “Podo, pero non quero».
Los paisanos anarquistas.
Al llegar a la ciudad de destino, vi un caracol pegado en la carrocería del coche. Lo despegué, lo puse junto a un árbol. Pero qué vida más triste llevará el pobre en la acera de una ciudad. Así que lo cargué de nuevo en el coche. Al volver al pueblo ya no estaba allí, había un rastro brillante, me agaché, lo encontré debajo del asiento. Medio palpando, lo volví a despegar, lo dejé en medio de la hierba, en su gran floresta natural. Amigo caracol, deberías de estarme agradecido. Él no dijo ni mu.
La imagen del gran poeta del tango, Pascual Contursi (Mi noche triste, La cumparsita), vestido de verano, impecable, por una calle nevada de París, en pleno invierno. Como Robert Walser, caído en la nieve. (Imagen debida a mi compadre Juan Carlos Pajares).
Tres saltitos por la calle:
Veo a un pordiosero arrodillado, uno de tantos. ¡De rodillas, no!, me dan ganas de gritarle.
Veo venir a un fumador de pipa, ufano, con la pipa por delante. ¡Qué envidia! ¡Quién me diera fumar en pipa!
Y, sin más ni más, mientras espero el autobús, me pongo a cantar:
pabaraba tibi cun cua e pa mí
pabaraba tibi cun cua e pa ti
sí sí sí yo quiero mambo mambó.
En la estación de autobuses. A la barra del bar se sienta una anciana, muy seria ante la taza de café con leche. Revisa su billetero; asoma un álbum mínimo de fotografías, rostros, gestos desaparecidos. Ver aquello por encima del hombro y alcanzarme, imparable, la música de aquel corrido mejicano: Tu retratito lo llevo en la cartera…
Por la carretera comarcal, entré en una zona de la memoria, era previsible: apareció, con su hojalata oxidada, ya perdido casi todo su color, el caballo amarillo que, sobre fondo negro, anunciaba el nitrato de Chile (cruzar el puente, en mi villa, frescor de atardecida, paseo de cortejo).
Mis contraseñas, mi sibboleth: serrería, tejera, majada: refugios, talleres, lugares para guardarse (como bajo la mesa camilla, qué luz tan nueva y privada había en ese escondrijo).
Ya casi al entrar en la ciudad, vimos alzarse unos humos muy densos en el campo.
Otra imagen para este álbum, también regalada: el herbolario de cosas y seres que pintó Georges Braque (Lettera amorosa). No es siniestro, no embalsama, es como aquel de los niños en la escuela.
Qué poco atentos estamos ya a nuestras sombras.