
El crítico de arte, catedrático de la Universidad de León y académico de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando Manuel Valdés escribe sobre el pintor leonés Manuel Jular, fallecido el pasado 28 de enero de 2017.
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Por MANUEL VALDÉS FERNÁNDEZ
Conocí a Manuel Jular a principios de 1973 y me deslumbró por su agudo ingenio, erudición, compromiso político, amor por la música, abrupta e inagotable generosidad y feroz independencia. Pero el aspecto más elocuente de su biografía fue su condición de pintor, actividad que le convirtió en uno de los responsables de la incorporación de la pintura contemporánea leonesa a las corrientes plásticas internacionales.
Hace ya algunos años aventuré una tesis que los distintos acontecimientos culturales que desembocaron en el siglo XXI se han encargado de fortalecer. Afirmaba en aquel momento que durante los años sesenta del siglo pasado la pintura leonesa había experimentado una transformación extraordinaria fruto aislado y circunstancial del trabajo de pintores y escultores dirigido a plasmar en sus obras el puro hecho plástico. No escatimaron esfuerzos, participaron en las convocatorias tanto públicas como privadas, ejercieron el magisterio, escribieron artículos, asumieron las propuestas de modernidad y las preocupaciones de la vanguardia y sintieron como suyos los acontecimientos políticos de un país en recomposición.
Manuel Jular participó, activa y brillantemente en todos esos eventos, pero si una fecha alcanza un alto sentido histórico en la renovación plástica es el año 1961, cuando junto con Alejadro Vargas Aedo, expuso su obra en una de las salas de la Diputación Provincial bajo el título Arte Abstracto. La experiencia informalista es inseparable de la pintura de Jular, pero se hace necesario marcar los tiempos. En principio un pintor informalista se enfrenta al insoportable lienzo en blanco con la mente vacía y dispuesto a mancharlo con gestos más o menos automáticos y espontáneos, confiando en el azar. Es muy difícil imaginarse a Jular enfrentándose en esos términos a la blanca superficie y, además, con la mente en blanco: imposible. Imposible porque para Jular la pintura no fue una simple actividad vital porque el origen de la frase pictórica se plantea, en palabras del pintor, al resolver un problema ético. Por eso entiendo la pintura de Manolo Jular como un campo de tensiones que emerge con los instrumentos idóneos para incorporar al lienzo los materiales ideológicos que están en la calle, como son el contenido espiritual del color y las evanescentes evidencias de la realidad captadas con un dibujo esencial. Él mismo se definió como pintor; pintar, afirmaba Manolo Jular, es comunicar porque el color, la materia, la forma, la caligrafía, el gesto, no son el fin, sino los medios de expresión.
![Manuel Jular y Alejandro Vargas en 1961. Primera exposición de Arte Abstracto en León. [Fotografía cedida por A. Vargas]](https://tamtampress.files.wordpress.com/2017/01/1-manuel-jular-y-alejandro-vargas-en-1961.jpg?w=1140)
La pintura de Jular durante las dos últimas décadas del siglo XX podría definirse como un permanente diálogo entre la abstracción y el expresionismo. En su composición “Dona eis réquiem”, de 1999 construyó un espacio con agresivas pinceladas azules, blancas y negras, mientras que gestos caligráficos enmascaran la vaga silueta de un crucificado en un juego expresivo que recorre la Historia del arte desde Matthias Grünewald, heredero de los crucificados medievales, a Paul Gauguin, Emil Nolde, Antonio Saura y un largo etcétera.
Con el siglo XXI sus composiciones se hicieron más reflexivas. Manolo Jular tan sólo con su copioso bagaje cultural, el tiempo y la utilización de modernas tecnologías le permitieron formular un torrente de asociaciones; un discurso especulativo sobre el que levantó día a día su cosmogonía; es decir, construyó y ordenó su propio universo.
Con su desaparición se va el Jular creador, el ávido lector, el amante de la música y el conversador fogoso e infatigable. Y se va también el Jular político; “Eché un vistazo hacia el pasado /…/ y me encontré con Socrates” escribió. En efecto, se encontró con todo un marco ético de aquel que aceptó la muerte por respeto a las leyes que le hicieron ciudadano de la polis por excelencia, es decir por político en el sentido primigenio del término. Ese sentimiento le empujó a dar el aldabonazo en San Froilán, 1974, con una composición que constituyó todo un manifiesto que demandaba la libertad del artista y del ciudadano.

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