
Avelino Fierro —autor de secciones como “Querido diario”, «Calendario», «Desde mi celda», «El cuaderno naranja» o «Días de 2021»— continúa, con esta entrega, con su sección «Días de 2022»…
En esta ocasión, libros de Julien Gracq, Rosa Montero, Joan Margarit y Ricardo Piglia centran sus reflexiones lectoras, en las que también se cuelan algunos editores.
Por AVELINO FIERRO
Julien Gracq. Lo vengo leyendo desde hace tiempo, desde que en 2008 hojeé en una librería A lo largo del camino y me topé con frases como esta: “Estuario del Somme, país de la reverberación y de la bruma, donde los lineamientos de la tierra al filo del agua se reducen en el paisaje a unas puras y delgadas líneas horizontales comidas por los reflejos de luz, y cuya levedad irreal hace pensar en un aguafuerte chino. Cerca del mar, grandes capas de cieno reflectantes, corriendo a fundirse en el gris y el nácar de ostra de la Mancha, donde el Somme seca perezosamente su rastro líquido como la película de agua que drena el fondo de la bañera mojada. En la banalidad húmeda asoman solamente algunas chozas de cazadores de patos. Y el mismo paisaje es parecido al graznido del pato; soledad empapada de las aguas lisas, guata gris, olor a salvajina, frío crudo y estancado de la mañana soñolienta”.
Ayer acabé de leer Nudos de vida, compuesto por partes de cuadernos dejados por el autor en la Biblioteca Nacional de Francia. Algunos reseñistas lo celebran alborozados (Azúa: “El mejor prosista de la Francia del siglo XX”).
He vuelto a subrayar algunos párrafos:
“A pesar de las apariencias, en realidad la literatura se escribe a dos manos, como la música de piano. La línea, la melodía verbal, se eleva y se apoya en un bajo continuo, un acompañamiento de la mano izquierda que recuerda la presencia en segundo plano del corpus de toda la literatura ya escrita, y señala con discreción y firmeza que hemos abandonado sin retorno el registro de la comunicación trivial. Jamás ha existido “lo hablado” en literatura, como no lo hay en la ópera. Ni en el tiempo de Homero ni tampoco en el de Céline o Queneau”.
Pero también he dejado señalados con interrogantes otros fragmentos y notas del libro. Sobre todo en la última de las cuatro secciones, la que tiene como título “Escribir”. Son las otras “Caminos y calles”, “Instantes” y “Leer”. Tiene en esos textos algunas afirmaciones oscuras, preciosistas, estériles para el lector. Frases tan pulimentadas, brillantes, por las que el buril ha pasado repetidamente hasta dejar su sentido difuminado.
En una de las reseñas aparecidas en los suplementos culturales sobre este “libro fragmentario y de pequeñas notas”, se intenta una aproximación a las obras de Gracq publicadas en nuestro país. Me ha sorprendido que no se mencionen dos de ellas –que son para mí relevantes–, Capitulares y Manuscritos de guerra, editadas en Barcelona por Días contados, en 2012 y 2018. Tengo además la satisfacción de haber publicado mi último libro con ese exquisito editor. Sin duda eso me hermana en algo con nuestro autor. Aunque él sea nacido en Saint-Florent-le-Vieil, en la región de los Países del Loira, y yo en Chozas de Arriba, en el Páramo leonés.
Pero en alguna ocasión he llegado a presumir de que ahí estoy, en ese catálogo de eximios escritores como Léauteaud, Caillois, Green, Proust, Leiris, Baudelaire, Jacottet, Ceronetti, Gadda, Flaiano, Brodsky y otros. Aunque todos estén muertos, menos yo.
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“En su novela La ridícula idea de no volver a verte, Rosa Montero se ocupa de las condiciones en que surge la vocación creativa y cita un estudio de la Facultad de Psiquiatría de la Universidad de Semmelweis, en Hungría, que arroja los siguientes datos: el 50 % de los europeos tiene en el cerebro una copia de un gen llamado ‘neuregulín 1’, el 15 % tiene dos copias y el 35 % ninguna. Según el estudio, la gente creativa pertenece al 15 % que presenta dos copias. ‘Poseer esta mutación también conlleva un aumento del riesgo a desarrollar trastornos psíquicos, así como una peor memoria y una disparatada sensibilidad ante las críticas’, escribe Montero”.
El texto anterior está en el libro de Juan Villoro La utilidad del deseo. Anteayer he comenzado la lectura de estos ensayos del escritor mejicano. La novela de la periodista de El País es de 2013. Se ve que ya le rondaba la obsesión de escudriñar en las manías de los creadores. Por eso –imagino– habrá publicado recientemente La locura de estar cuerda. En la obra abunda en el anecdotario de vicios o trastornos de los escritores.
No compro novedades. Suelo decir que lo hice una sola vez, y el agraciado fue El nombre de la rosa, de Umberto Eco. Obligado me vi ante la insistencia de un amigo.
Ahora ha sucedido algo parecido. Porque hace unos días, a medio camino entre dos librerías, me encontré con un compañero de profesión. Me recomendó el libro de Rosa Montero, porque estaba terminando de leerlo y lo tenía bastante subrayado. Le dije que lo compraría, pero le exigí reciprocidad: “De acuerdo, pero haz una parada en Tula Varona y entra a ver la exposición de mis dibujos”. En eso quedamos.
Leí el libro desde aquella misma tarde. Porque también sabía que era el propuesto para ese mes en el club de lectura que hacía poco me había tenido como invitado. Sentía curiosidad. Ya digo que es un catálogo de dislates, vicios y quebrantos de personas que escriben. Algo que le sucede a todo el mundo.
No me ha gustado. He aprovechado pocas enseñanzas: que el título proviene de un verso de la Dickinson y que Voltaire tomaba cincuenta cafés diarios. Que Strindberg estuviera pirado o que Fitzgerald le diese al jarro no los hizo mejores escritores. Eso vale también para los poetas, en los que la chaladura sería consustancial, según la teoría romántica. “Toda la pasión del mundo, todos los incidentes de una existencia, incluso los más emocionantes, son incapaces del menor verso bello”, escribió Valéry en un artículo sobre François Villon. El desorden se aviene mal con el alfabeto y la sintaxis. Cosa distinta es que –ya lo apunté antes– la lectura se nos haga entretenida por el anecdotario.
En el diario El País, en las fechas en que el periódico propagaba las excelencias de la obra de su colaboradora, una psicoanalista publicaba un extenso artículo titulado “Romantizar la locura”, y su subtítulo era bien expresivo y nos ahorra insistir más en estos asuntos: “La enfermedad mental no produce genios ni supone beneficio alguno para quien la padece. Carecer de recursos personales frente a una vida cada día más precaria no es algo bello, ni nos convierte en poetas ni artistas”.
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Compré el libro de Joan Margarit, Casa de Misericordia, al tiempo de su publicación. Hay en él un poema fechado en León en 1970, titulado “El Caserón de los niños y niñas”. Yo sabía por César Iglesias que ese y otros poemas hablan de una época en que el autor recorre algunos hospicios pensando en adoptar a alguno de sus pequeños.
Todos los poemas del libro son muy “visuales”. La anécdota, los personajes y el lugar se muestran a las claras. Desde ellos se divisa siempre una cierta panorámica: un llano de rastrojos amarillos, la ciudad desde la ventana de un hotel, un concierto de música (o de estrellas), el malecón, la habitación de los amantes, el alba.
Hice dibujos en todos los poemas: la estatua de Colón en Plaza de Cataluña, una niña leyendo ensimismada, el rostro de un viejo, una catedral rodeada de árboles –en el poema leonés–, una mujer desnuda sobre la cama.
Envié el libro con mis dibujos al editor con el ruego de que se lo hiciera llegar al poeta. No recibí acuse de recibo, ni respuestas. Pasado el tiempo conseguí el correo electrónico del sr. Margarit. Le escribí; me contestó diciendo que no había recibido el libro ilustrado. Dibujé en un nuevo ejemplar y se lo envié. Me remitió otro, dedicado con fecha 16-IV-2008: “Esta Casa de Misericordia es para Avelino Fierro, agradeciéndole su impagable ejemplar bella y pacientemente ilustrado que guardo en mi arca de tesoros. Con mi afecto. Joan Margarit”.
Hace unos días se han cumplido cuarenta años de la publicación del primer título de la colección Visor de Poesía, Una temporada en el infierno, de Rimbaud. Era el año 1969. Yo tengo ese libro y otros muchos de esa colección.
De nuevo escribí a la calle Isaac Peral. Al editor, Jesús García Sánchez. Fotocopié la portada del libro y en el resto del folio añadí unas breves palabras. Agradecía, como lector, la labor editora y añadí algo así como, “por cierto, soy quien le envió hace años el libro de Margarit, Casa de Misericordia, ilustrado y que nunca llegó al escritor”. Chus Visor me respondió por carta, matasellada el 15 de julio de 2022 precisando “quería aclararte que sí le mandé a Margarit el libro con tus dibujos, segurísimo”. Bien, de acuerdo, vale, bueno pues. En fin, qué voy a decir. Quizá un cartero-lector con vista de Rayos X se quedó con el libro. O ese día una tromba de agua cayó sobre Barcelona y no hubo reparto; o el funcionario de clasificación, enfermo y agobiado, desvió algunos montoncillos de la correspondencia hacia las trituradoras; o tal vez el libro le fue entregado a la portera, que se desentendió, cada vez más molesta por el trajín de las continuas visitas de jóvenes poetas.
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En el suplemento cultural del diario El País del sábado 6 de agosto, se reseña un libro póstumo de Ricardo Piglia. Contiene la transcripción de unos programas que el escritor y crítico argentino realizó en 2012 para la televisión pública. Lo edita Eterna Cadencia. La noticia se ilustra con una fotografía del autor en su estudio de Buenos Aires y con la reproducción de la portada del libro. Pero algo ha sucedido con la impresión. El color azul de la carátula es una mancha informe, de ella se desprenden por el resto de la página del periódico puntitos azules, como estrellas o gotas de agua. La literatura nos llega y nos empapa con salpicaduras de versos, o párrafos que recordaremos para siempre. O nos alumbra en la noche, cuando nos sentimos acuciados por ensoñaciones, contriciones o fugacidades.
(En su libro Formas breves, Piglia dedica unas líneas al compositor y pianista Gerardo Gandini. Y lo imagina tocando en la noche, buscando los restos de una música que se ha perdido, el sonido de los sueños. Ahora pienso que estos puntos en el papel, estas manchas azules, también podrían ser notas musicales. La música evitando –Nietzsche dixit– que la vida sea un error).