Adiós al gran poeta Miguel Suárez

Miguel Suárez, a principios del siglo XXI. Fotografía: Eloísa Otero.

Queremos decir un adiós muy sentido al poeta de culto Miguel Suárez (1951-2022), fallecido en el domicilio familiar de La Valcueva (León), donde residió durante los últimos años.

Aunque nació en Vera de Bidasoa (Navarra), Miguel pasó su infancia en la cuenca minera de Matallana de Torío, trasladádose después a León y más tarde a Valladolid, donde vivió muchos años. Su libro La perseverancia del desaparecido ganó el premio Hiperión de poesía en 1988, y su obra completa, La voz del cuidado 1970-1995, se publicó en 2009 en Editorial Dilema, con prólogo de Antonio Méndez Rubio y epílogo de Jean-Yves Beriou.

Este es el principio y el final del epílogo de Bériou: «Todo lo que debemos exigirle a una gran obra poética, podemos encontrarlo admirablemente reunido en Miguel Suárez (…): poder de enunciación a la vez preciso y perturbador, gusto por el “encuentro” verbal conjugado con una concentración emocional intensa, voz del mundo, voz del sujeto, voz del sujeto y el mundo. (…) Viñetas dulcemente crueles, romanzas insidiosas y cuadros de ferias mentales y de paisajes que sólo señalan las huellas del vagabundo, un puñado de resplandores y espejos en los que se refleja un mundo congregado por algunos gestos azarosos y obstinados, fragmentos que son el mundo, nunca su ausencia; así es la poesía de Miguel Suárez

Desde aquí le decimos adiós con uno de sus poemas más emblemáticos, considerado por algunos como el poema de toda una generación:

DICIÉNDOLO DE NUEVO

«… en lo referente al decenio que empieza con el ‘68′,
o sea el decenio más bello de nuestra vida»

 Toni Negri (Presidio de Rebibbia)

Escribir no consuela.
Estar no consuela.
He estado algunas veces
menos cada vez,
quiero decir que a veces deseé estar
igual que cuatro o cinco veces por año y de forma casual
mi nariz entiende los olores de la tierra tras una tormenta,
y también porque no sé cómo hay que sacar la navaja
del bolsillo de la chaqueta,
o esperar por esperar con un vaso entre las manos
—y ni siquiera lo llevo mejor que antes—.

Y quién me iba a decir a mí en el 58,
cuando Agueda se convirtió en aguja de coser
por dos semanas —Agueda, la vieja bruja—,
que a veces he escuchado durante estos últimos años,
tal como se oye la pieza más perdidamente sentimental
a última hora en un baile,
que se trataba de construir un arrabal más que nunca:
en zig-zag, porque se poblaba en las estancias y en los viajes,
conservador, porque fijaba el tiempo en el buen tiempo,
arrebatadamente divertido como lo sentirá un bailarín,
malla de pasiones y de confidencias para todos inevitables
por el mero hecho de que lo anunciaran los ojos
de cualquiera de los convocados.
Los que eran insurrectos o al menos nombraban la rebelión
como algo razonable,
en el mismo momento de apurar calmosamente una taza
de café.
Los que iluminaban su plaza pública con una linterna
de doscientas pesetas,
enviando señales intermintentes que no podían recogerse
en los informes de las comisarías.
O diciéndolo con otras palabras y para citar
a Rimbaud que estaba presente para algunos
entre los que me incluyo:
Mirad los estados, las iglesias,
las familias, mirad los ejércitos, los patrones
vagando como sombras contra los edificios, por las esquinas
de las calles,
condenados a arrojar sal en glaciares infinitos,
sin descanso.

Y una veintena que yo conocía personalmente
—casi todos en ciudades relativamente cercanas—
y algunos millares —sin número exacto— por todo el planeta
y tal vez uno o dos millares en Alemania Federal
—entre los que nombro ahora a R. W. Fassbinder—
conocían la sombra y la luz,
y sin que esto sea milagroso, sino sólo lo justo,
te los podías tropezar en medio de la multitud
llevando en las manos puñados de chispas
de plata.

Y así lo escuché a veces e incluso lo hablé con algún amigo
apasionadamente,
y aún lo escucharé todavía.
Pero esto apenas quiere decir nada, o peor, es una manera
del error, un rostro de cera.
Pues aquel trajinar, tan sagrado como cuando se aceptó
a Eneas en Cartago y se reparó su nave,
va ensordeciendo, se oye tan lejano,
tomado ya por ruidos estridentes dentro de nosotros,
como gritos de mataderos y gritos de los amos,
y todos los volúmenes de las cosas terminando en giba
bajo una luz de brillo torvo, luz de amaneceres helados
anunciando la peste.

Estoy ahora solo y sentado en el vestíbulo de un cine
entre colillas y bolsas de plástico y desechos
y lo que me digo ya me lo he dicho mil veces
y comienza ya ese zumbido en la cabeza
y me pregunto
qué pintaba A. Baader sentado en aquel café-bar
tan parecido a los que conocí en Zürich
con un cenicero triangular en primer plano
donde se leía CAMPARI.

¿Alguna vez más? ¿Necesitaremos escucharlo aún más?
«Me fui hacia el claro de luna, hubo un momento
para los gritos y los cantos de los pájaros
justo cuando anochecía. Y de repente el ruido ordenado
de la lluvia cesó.
Y la fiebre y la humedad no se unieron para pudrirse,
apareciendo el buen tiempo».

Me veo acabado, comienzo a estar viejo.
Me tengo que decir más a menudo
cosas como ésta:
«no se permite la melancolía, no permitas
la melancolía».
Para mí y para otros muchos
el deseo vendrá rodeándose de abrigos de lana raída,
al menos por un momento que se supone largo
y a lo peor irredimible.
Como cuando A. Kluge y otros, entre los que estaba R. W. Fassbinder,
se juntaron para contarnos acerca del estado de cosas
durante aquel otoño
—»NO APTO PARA POLICÍAS»—
y gestos y voces que diez años atrás
fueron súbita tormenta amenazando crecida
al amanecer,
un puñado ahora de rostros ateridos en las afueras,
resonar de cascos, ladridos y sirenas aullando.
O son las cinco de la madrugada
y estás con la mujer que amas, chupando
su sexo y piensas:
no hay ningún cuerpo sagrado sino cualquier desconocida
en un escorzo excitante.
¿Y qué le sucedió a Jack, cuando asfixiado por la Fama en Nueva York,
intentó volver a arrastrar sus zapatos por el camino?
Buscó a sus viejos amigos, o no los encontró o no se entendió con ellos.
Salió a hacer dedo y le salieron ampollas.
Entonces se largó a un oscuro pueblo de ladrillos rojos,
se casó con la chica que le gustaba cuando iba a la escuela
y se dedicó a cuidar de su madre.
Puso una dirección falsa
y se hizo un sitio en una cantina.

Estar cuesta y no deja de ser una frase
lamentable,
lo mismo que sospecho de este informe
desde la primera palabra y de su conmovido
estilo.

Ignoro mucho del deseo, como la mayoría
de los hombres,
pero siempre que se presentó
vino con brillantes lágrimas, entre luminosos vestidos,
de calor oscuro y húmedo a la vez, como a veces suena
una trompeta.
Nunca lo pude ver de otra forma
y no creo que esto se pueda cambiar así como así.
Y siempre llegó inaplazable.

Y para el próximo período ¿qué vamos a hacer:
Leon Davidovich Bronstein / México D.F.?
¿Y cuánto nos va a costar?
O también ¿qué tal fortuna hay para los aries
el año que viene?

Me pinto para ir al banquete de los pordioseros donde los pobres diablos
se presentan cada vez más pobres.

Es una forma de no querer estar.
Es una forma de no querer estar

Me miro y no me gusto

    MIGUEL SUÁREZ (Del libro ‘De entrada’, 1986)

Miguel Suárez, a la izquierda, con Roberto Sangeroteo, en una foto tomada en La Valcueva, en los años 90, por Karlotti.

A DURAS PENAS

En la primera voz, penumbra.
Tras la segunda un rasguño.
La tercera enmudeció, tal vez, por orgullo.
“Amargo, susurraron…, huraño”.
Uno no tiene por qué saber comportarse.
Batir las puertas, como si llegara.

LA NECESIDAD DEL LOBO ESTEPARIO

Hay una casa que alguna vez se abrió para ti.
Allí se pasea un negro harapiento
con pasamontañas bolquevique.
Talla peones de ajedrez, los guarda en papel de plata.
A veces cambia de juego y frota guijarros.
Bandadas de pájaros rompieron los cristales
de esta casa.
No los recoge, ni cuida de un niño…

MIGUEL SUÁREZ
(’La perseverancia del desaparecido’)

6 Comments

  1. Impactada por la noticia y muy dolida. Creo que volvió a su lugar para estar y ver a la chica que le gustó al guna vez y a intentar ser feliz. Buen viaje, amigo.

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  2. Esas noches en El Largo Adiós, Trosky, Brecht, Godard, Pasolini… esas maravillosas y brillantes borracheras… ¡un gran camarada!

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