Envío 11 (raíz, Las Cercas, La Condesa…)

© Ilustración de Julia D. Velázquez.
© Ilustración de Julia D. Velázquez.

Por ILDEFONSO RODRÍGUEZ

Quien frecuenta esa ciudad, tarde o temprano descubre una raíz que crece en cualquier rincón, bajo la luz porosa que inunda los portales, germina viciosamente y da tallos aéreos, se agarra a las piedras, crece como la memoria.
Al igual que quienes durante toda su vida se alimentan con hierbas y otras sustancias frágiles, o se aficionan a aspirar ciertos humos, el asiduo de esas calles prueba más de una vez el sabor amargo de sus frutos, su gusto a lejanía; la raíz, duradera, sublunar, no devasta los cuerpos, pero tampoco es benéfica, pues acaba causando un humor solitario, un desprecio por la mañana, una costumbre de dar mudas negativas.

Al pasar por la calle arcaica de Las Cercas (recuerdas: allí fue el primer beso: sabor y choque de dientes contra dientes, beso inhábil) creí oír que de una ventanita tapiada, tan antigua ya como otra ventanita en las ruinas de Ur, salía la calle y hasta mi oído un ruido de loza, cacharros en la cocina, la mujer trajinando, el fregadero, creí oler el guiso en la chapa (el puchero, garbanzos, la berza…). Consuelo inmediato con el espejismo del oído.

Oigo la flauta del afilador, salgo para darle las tijeras de la costura, necesitan un repaso. No viene esta vez con su bici moto preparada, la rueda, el mecanismo ajustado a los pedales, al motor. Viene en furgoneta, y es, no consigue disimularlo por completo, aunque se esmera en ello, un hombre venido de lejos, norteafricano, marroquí, supongo. Tiene la piel clara, ojos castaños, rizos casi rubios. Le entrego las tijeras, vuelvo al rato con el dinero y mi silbato de afilador, regalo de mi amigo Bernardo, el músico pensador gallego, el auténtico asubío con cabeza de caballo. Iniciamos la conversación. Le pregunto, indiscreto, ¿de dónde es usted? Español, como usted, me responde con cierta brusquedad, está harto de la pregunta. Le comento que antes, todos los afiladores solían llegar en bici o en moto, que eran mayormente gallegos… Entonces él, con un énfasis que revela al extranjero, es el gesto del vendedor árabe, me pone ante la matrícula de su furgoneta, me pregunta: ¿Qué pone ahí? C, de Coruña. A continuación abre las puertas y me enseña la moto preparada que lleva en el interior.
Es el momento de enseñar mi silbato. Al verlo, se le dispara el instinto de mercader que vivió, su padre, su abuelo, en un zoco, se lanza al elogio desmesurado, como si no pudiera creer lo que ve, me ofrece lo que le pida por mi chiflo.
Quedamos como o amigos, hasta la próxima navaja, tijeras, cuchillo. Una mañana en este mundo que se abrió a la lejanía, lo lejano se acercó en una intimidad benéfica, ancho y ajeno mundo.
A toda la escena ha asistido un niño de unos diez años, ojos grandes, silenciosos. Lejos y cerca de casa.

El paisano irritado, en el paseo de La Condesa. Hacía buena mañana, sol a raudales, cantaban los pájaros. Él les iba diciendo a los compadres: …los pasteles eran de plástico, el café era agua, los huevos eran de clueca y todo así… Su cabreo derivó en pura comicidad.

Una pareja va con prisa, la mujer camina casi a saltos, se agarra al cinto del marido. Pasan y veo sus imágenes como figurillas en un bajorrelieve ático.

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