
En un patio de vecindad se habla de todo, hasta de lo que no se dice y queda entre líneas. Lo importante son las expresiones sobreentendidas: la esclavitud del trabajo actual, la precariedad absoluta, el desamparo, la insensibilidad de los empresarios para prescindir de los trabajadores como objetos inútiles a pesar de los años de servicio, el hambre, una sociedad en cuestión… Son asuntos que salen a relucir en las conversaciones del montaje El Patio, representado en el espacio de Patio Corsario/Barrio Girón (Valladolid). A la obra, escrita por Spiro Scimone, le dieron vida los actores Javier Semprún, Eduardo Gijón y Borja Semprún. Les queda la amistad y poco más.
Por JUANA G. LINARES
Una antigua escuela ocupada por un grupo de enamorados del teatro en un barrio antes marginal de Valladolid, hoy recuperado para la ciudadanía. Más de treinta años concentrados en aulas multiusos: desde la sala de ensayos (convertida en sala de representaciones en los fríos inviernos), al almacén-camerino, donde se amontonan zapatos, gorros, chaquetas, pantalones, trajes, telas… y todo tipo de atrezzo que ha utilizado el grupo de Teatro Corsario a lo largo de su extensa vida; o la sala-taller destinada a fabricar todo lo necesario para trasladar al público a un tiempo mágico en un espacio concreto.
Y un patio de paredes desconchadas y suelo de tierra, con un escenario de piezas recicladas simulando un vertedero urbano ante un público de fieles, seguidores del espíritu esperanzador de los años setenta que llenan completamente el espacio, convocados por las nuevas tecnologías de los teléfonos móviles.
Se hace el silencio, se encienden las luces y dos vagabundos nos presentan una cruda imagen de nuestra sociedad a través del texto de Spiro Scimone titulado precisamente El Patio: la falta de trabajo, el abandono de los ancianos, la enfermedad, el hambre, el desamparo, el paso del tiempo… todo lo negativo representado en esa rata que se va comiendo todo y a la que no pueden matar; los medios de comunicación, fabuladores de historias para entretener y anestesiar al público lector.
La escena se completa con la aparición de otro personaje que vive en las cloacas, que se arrastra como un gusano a pesar de poder andar porque ha comprendido que “solo dando pena” puede conseguir un pedazo de pan para saciar su hambre. Con él se introduce el tema de la esclavitud del trabajo actual, la precariedad absoluta, la arbitrariedad para usar o rechazar la fuerza de trabajo; la insensibilidad de los empresarios para prescindir de los trabajadores como objetos inútiles a pesar de los años de servicio. Y el hambre lleva al paroxismo con la renuncia de los ancianos a llevar dentaduras que ya no pueden utilizar por falta de alimentos.
En todo este retablo de amarguras aparece la mujer como la heroína que se hace cargo de los hijos, del marido, de las vecinas, renunciando a comer para que todos los demás puedan seguir viviendo.
Cada frase perfila las líneas negras de esta sociedad que hemos ido construyendo. Solo la fraternidad entre los desvalidos, estos seres desposeídos de todo, hasta de la salud, permite la supervivencia. A lo largo de la obra se repiten en diferentes situaciones fórmulas semejantes: ”Nadie me ha tapado nunca con cuidado; nadie me ha limpiado los labios despacio; nadie me ha ayudado a ir a orinar; nadie me ha ayudado a levantarme para andar…”
Pero ¿qué pasa cuando quien puede ayudarte tampoco tiene fuerzas? Y termina la obra con una frase estremecedora a la pregunta ¿Qué hay en el fondo del saco?: La oscuridad.
El silencio final, las luces apagadas, desconciertan al público que termina aplaudiendo a rabiar cuando vuelven a encenderse. El paso de la ficción a la realidad es imperceptible cuando el actor principal, más desvalido que su personaje, tiene que ser ayudado para saludar. No podemos menos de acercarnos y felicitar al grupo por este trabajo de coherencia, de lucidez, tan actual que nos recuerda la obra de Samuel Beckett, y a la vez tan intemporal.
