Mariana Mancebo Añez. «El eucalipto en llamas o cómo amar en el fin del mundo»

Portada del libro de Mariana Mancebo Añez, nº 10 de la colección ‘A cuentagotas’, con imagen y diseño de Rocío Cuevas.

El eucalipto en llamas
MARIANA MANCEBO AÑEZ

Eolas Ediciones, Colección A cuentagotas, León, 2022.

Reproducimos una reseña de El eucalipto en llamas, primer poemario de la joven traductora venezolano-leonesa Mariana Mancebo Añez, publicada por el poeta y profesor astorgano Eloy Rubio Carro en el digital astorgaredaccion.com.

Por ELOY RUBIO CARRO

Quizás la cita de Byung-Chul-Han con que se abre el libro pudiera ser una de las claves de su comprensión: «De esta forma, se diluye el límite entre él y el otro. El mundo se le presenta solo como proyecciones de sí mismo. (…) Deambula por todas partes como una sombra de sí mismo, hasta que se ahoga en sí mismo».

‘El eucalipto en llamas’, reciente poemario de Mariana Mancebo Añez, se divide en siete partes o círculos: 1 ‘Fractura’, 2 ‘El bosque en llamas’, 3 ‘El fondo del río’, 4 ‘El desierto que dejamos’, 5 ‘Las ruinas’, 6 ‘El sendero truncado’ y 7 ‘La flor de eucalipto’. Son como siete círculos de un mismo muelle, como siete retornos madurativos acerca de lo mismo, los mismos motivos a la vez y distintos. Tal y como declara en uno de los versos al final del libro «un cúmulo fractálico».

‘Fractura’ comienza con un breve poema que empieza así: «Empieza así: / La casa vibra. / El murmullo crepitante de algo que se rompe / y después nada. / La reverberación de los tímpanos / en el silencio completo»: (13)

Podemos hacer de este primer poema otra de las claves del libro, al menos de gran parte de sus poemas —pues habrá otros más descriptivos que escaparían a esta consideración—, en el que se daría una ‘descircunstancialización’ de lo dicho. Cuando el grito, el estupor evitara escucharse lo que circunda al poema. Como un desnudamiento de la palabra para que quien fuera y quisiera la cubra con su circunstancia, en una especie de rabioso narcisismo. Esa rabia narcisista de la poeta viéndose a sí en el lector que se refleja. A esa mundanidad dejada afuera se la va a dar entrada en las distintas secciones del poema.

Cuatro poemillas componen ‘Fractura’, la ramita fractal madre de las otras seis secciones. En ellos se refleja el parto y sus dolores «en la noche inhabitada«. La fractura es el desdoblarse en lo otro de sí, «como ramas largas de eucalipto«. La duda esquizofrénica hasta que se produzca el desprendimiento, la gemación: «estás ahí y me quiebro en dos / o es el mundo el que se quiebra». (16)

En ‘El bosque en llamas’ sigue ahí la última ramita del final de ‘Fractura’: ‘Estás ahí’. Ahí al lado, unida umbilicalmente a la madre. Todavía son una en un destino común, un delirio de dolor de herida, de muerte violenta, aprisionada que la separación agrandaría: «(Agarro un cuchillo mellado / y corto el cordón umbilical / la soga en el cuello que nos une / y que nos ata.)«. (20)

Tres paralelismos discurren por estos poemas: el del yo poético, el de la escritura como un parto de ese yo poético y el de los lectores que a menudo serán el coro, que, en un mundo devastado, son sombras en la memoria (de la madre): «(Somos la imagen superpuesta / que otros suponen / de nosotros)». (21)

Esa manifestación de los ausentes se repite en cada una de las partes de ‘El eucalipto en llamas’. Por ejemplo en ‘Las ruinas’ compara los reflejos en el agua al salir de la caverna, idóneos para pensar, con los ahora inexactos, fracturados de las ruinas metálicas. Esta disimilitud del mito despierta el temor a otras miradas, el reflejo de ocultarse, de guardarse «de las miradas de los otros / de la mirada estática / de las estrellas / y el movimiento inescapable de las nubes en la noche«. (51) Algo contradictorio al discurrir del libro, como el temor al castigo de un Dios ya intrascendente, despoblado.

También vemos en ‘Sendero truncado’ la reaparición del coro, aquí objeto de la inculpación, de recriminación a los ancestros por traerlos hasta aquí: «Esa rabia hacia los que no están, / hacia los que ya no pueden responderme, / esta ira indisoluble y ciega«. (59)

En ‘Flor de eucalipto’, última de las partes del libro, el erre que erre de los «billones de espíritus humanos» produce la seguridad de que ellos allí no estarán. Así será también está poesía nacida de la nada, en la catástrofe: ‘Ahí’ todavía pero ‘allí’ ya no: «Me Miras y tus ojos son los de un animal, / negros y lisos, / pero a veces veo un resplandor extraño / en el fondo diluido, líquido«. (66)

En ‘El bosque en llamas’ aparece por vez primera el simbolismo del eucalipto: «Tienes las manos largas / como ramas largas de eucalipto / que me rozan la cara / y es una pequeña muerte». (21) El incendio devasta el mundo, ese eucalipto no se consuma. Esa proyección de sí, esa hija con ramas, consoladora, que preserva la caricia. Eso que queda ahí: «Estás aquí y ahora estoy ciega / al incendio del mundo«. (23) Nos vendría como al pelo aquí una cita del Éxodo: «En un claro iluminado por el fuego / un eucalipto que no arde«. (…) «Oigo una voz que dice / yo soy el que soy». (25)  La cita queda cancelada pues en el eucalipto lo que no se consume es la zarza, lo que en él todavía queda de hablar. Ya solo sea ella sola en el mundo, o ella y su hija/o o su proyección. Tal vez ese murmullo que queda de la zarza sea el de los últimos lectores.

A estas alturas ‘El eucalipto en llamas», puede ser leído como un poemario de maduración, una ecdisis para facilitar el crecimiento, una parálisis vegetal donde, en un medio adverso, se reconstruye una disociación de sí, duplicación que le faculta verse con otra mirada. Como una pérdida de identidad, temporaria, de la que saldría renovada, pasando por el infierno y salvada de las llamas. Una buena contribución a la psicopatología de la vida cotidiana: «Estás aquí y me fracturo / me desdoblo en dos y soy esta / y el reflejo que me devuelves. // Puedo oír el ruido del río, / (el ruido del río, / el ruido del río)». (26) Repetido en tres diferentes grafías y sentidos: el que escucha el escuchar de quien escucha.

El eucalipto, la rama fractal, el hijo/a que no arde, sea el que sea ‘soy la que soy’, reaparece como leitmotiv en varias de las secciones del libro. ‘En el fondo del río’, otra metáfora de la inmersión en sí misma y de rescate. El ludión que cuando toca fondo asciende rebotado de su propia mano. ¿Como el barón Münchhausen que se rescata a sí mismo de la ciénaga, tirándose de la coleta?: «Y vamos pataleando / hasta el otro lado, / la otra orilla del río». (35)

Ese río que ya lo hemos oído antes en el poema lo escuchamos de nuevo en la cita de Cleantes, el estoico: «En los mismos ríos entramos y no entramos, (pues) somos y no somos (los mismos)». ‘Sea el que sea’ ya solo crepita en el eucalipto, ruido: ¿Soy la que soy y soy la que no soy? ¿De dónde nos llega esta duplicación que contradice? Nadie de quien ocultarse, sin culpa en recuerdo del paraíso, para buscar a los culpables, no nosotros… pero todavía ese desdoblamiento con dos voces mal-diciéndose una a la otra lo que no nos comprendiéramos: «(Tú preguntas que es la nieve)». (31)

Desde esta tercera parte y casi hasta el final se impone una escritura más narrativa, la peripecia de un fin de mundo apenas sin tiempo de crecer. Continúa el camino sin desembocadura. Fusión y separación con momentos visionarios: » (…) Y abro los ojos dentro / de la atmósfera subacuática / y no veo nada, / siento nada, / ni respiro nada, // Solo el hueco inmenso / del agua oscura / hundiéndose en el fango, / va filtrándose y desaparece, / el agua excavando me por dentro / de todos mis rincones». (32)

El desdoblamiento, la separación, lo otro se va haciendo más grande, más independiente y definido. Lo que hace al deseo de unión, de permanencia, de perseverar en el ser y que nada se perdiera. No se perdería pero se deforma. En ‘Las ruinas’ queda esa penúltima testificación anómala de lo sido, deformada y deformante. Ya todo el pasado es siniestro, pues solo la resurrección de la ruina testifica su existencia.

‘El sendero truncado’ y ‘La flor de eucalipto’ son las últimas etapas infernales del libro, sin posible ascenso al paraíso. Se consuma la metamorfosis sin vuelta atrás en el hijo/a. Sí misma como hijo/a de sí misma. Desprendimiento y continuidad y conciencia de la muerte, de fin de estirpe: «Y pienso en mi cuerpo enterrado / mi cuerpo seco y vacío / sepultado bajo el peso de toda la tierra, / por debajo de tus pies». (57)… «Estás aquí / y estarás cuando ya no esté«. (61) Del ‘aquí’ inicial conmigo hemos pasado a este ‘ahí’ final sin mí.

Una identificación final entre el eucalipto y su herencia en la Tierra. El eucalipto que flamea y brama como un dios para nada, nutrido por los restos de su propia podredumbre: «Cuando sea ceniza / bajo tierra». Y un final abierto a la ínfima esperanza del hijo/a y de la planta salvada de las ‘llaguas’: «Estás ahí, / sigues estando, / estás ahí, / sigues andando / hacia delante, / hacia otro lado». (70)

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