
El próximo martes 4 de junio, el escritor Tomás Salvador González (Zamora, 1952-Móstoles, 2019) recibirá un homenaje póstumo en la Feria del Libro de Valladolid, donde también se presentará ‘Pliegue a pliegue. El libro de Tomás’ (libros de la resistencia, 2024), una obra que lleva la firma del músico y escritor leonés Ildefonso Rodríguez, amigo y compañero de generación del escritor y profesor que vivía en Arenas de San Pedro (Ávila), y del que este 28 de mayo se cumplen cinco años desde su fallecimiento.
Reproducimos el texto leído por el crítico Antonio Ortega el pasado 11 de mayo, durante la presentación del libro en la librería Enclave de Libros, en Madrid:
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Los pliegues de la memoria. El collage de la memoria. Los efectos de los afectos. Los deberes de la afectividad. Sobre ‘Pliegue a pliegue. El libro de Tomás’, de Ildefonso Rodríguez
Por ANTONIO ORTEGA
Hay un arbitrista del Barroco español llamado Baltasar Álamos de Barrientos[1] que es bastante efectivo e interesante, y que hablaba en un claro deseo de afiliarse al tacitismo que era habitual en el pensamiento político de la época, de los efectos de los afectos. Esta afección de los afectos coincidirá en el tiempo con algunas ideas posteriores de Carl Schmitt, más tarde comentadas y desarrolladas por Enrique Tierno Galván, que parten de la consideración de los afectos humanos como móvil de la acción de los individuos (y también de la política), es decir, un medio para conservar a los amigos y, en su caso, cambiar las hostilidades de los enemigos.
Esto nos lleva casi directamente a un libro de Ildefonso Rodríguez, Política de los encuentros (2003), donde el término política no se refiere a lo que afecta a las cosas y negocios del gobierno y los partidos, sino a esa cortesía cuando se espera afecto y que denota afinidad, ese arte o traza con que se conducen o emplean los medios para alcanzar un fin. Y este libro que hoy presentamos es precisamente eso, una política de los afectos, la historia de una amistad que, además de eso, suma en ella la escritura, la lectura y la poesía. La vida. Pues los afectos que mueven a los hombres es cuestión clave para la conquista y conservación aquí, en este libro, no de los estados, sino de esa misma afección de la amistad, y liberarla así de elementos de contingencia a veces inevitables o innecesarios.
Como diría Álamos de Barrientos, se trata de ahondar en una ciencia de los afectos (en una poética de los afectos), de los ánimos y de sus inclinaciones, bajo la convicción de que no cambian los afectos, pues a pesar del paso del tiempo, del paso de la muerte, de unas mismas causas vendrán unos mismos afectos. Y este libro es eso pues, a pesar de todo, es un libro escrito desde los afectos y, a la vez, la construcción de una poética de esos afectos. Pues en estos pliegues de Ildefonso, la presencia insistente de los afectos y de las emociones, ganan a la más pura obligación y alejan este libro de la biografía o de la autobiografía más puras.
La afectividad (la amistad) desde la que nace y se escribe Pliegue a pliegue, debe entenderse como todo aquello (todo lo que incluye en sus páginas) que, aun naciendo de los lazos de la amistad, del afecto y de la confianza, los transciende y crea un vínculo de complicidad estable (entre quienes pueblan este relato y también con el lector), un vínculo duradero y con vocación de futuro, mucho más estrecho e íntimo que el que puede generar obligaciones o derechos. Por eso, ese concepto o idea de relación de afectividad, incluye únicamente aquellas en las que concurren (y este libro así lo demuestra) un compromiso decidido y un grado de afectividad semejante y generador de una casi vinculación familiar. Una relación afectiva y de amistad en la que concurren dos integrales necesarias: la objetiva, por manifiesta y declarada relación de afectividad; junto con la subjetiva, que no consiste solo y propiamente en el cariño o afecto, sino en la conciencia de la subsistencia de dicha relación y de los deberes que ella conlleva. Y este libro es eso, la conciencia de subsistencia de esa relación de afectividad, más allá de la muerte.
En este sentido, el poeta, el amigo, Ildefonso Rodríguez es una suerte de ente nodal que ata y desata, que va a viene por los recuerdos, los sentidos y los poemas para dinamizar la experiencia afectiva, y la poética de este libro viene a ser claro ejemplo de cómo el autor toma a su vez la forma de un tejedor que anuda memorias, saberes y afectividades para poner en movimiento un vasto y denodado acto creativo. Es la creatividad de los afectos, como creo que diría sin dudarlo Álamos de Barrientos, de las potencias afectivas de la escritura, porque entonces podríamos conceptuar lo afectivo como categoría que atiende a la capacidad transformadora de la escritura y que determina la relevancia, sea esta social, natural o como se quiera calificar, de las consecuencias discursivas de esas representaciones de la afectividad. Y esta opción/acción de Ildefonso en este libro es precisamente eso, la aplicación del paradigma afectivo en la intensidad de la escritura. Y aunque acaso sea posible que no se puedan leer los afectos, que solamente se pueda tener una experiencia de ellos, lo que vemos aquí es el reconocimiento de su intensidad afectiva y su capacidad para encontrar una forma o las formas de materialización de esa afectividad en la escritura. Porque de lo que hablamos cuando hablamos de afectos es de una forma de encuentro, de una política de los encuentros.
Así pues, la pregunta sería cómo y dónde ubicar lo afectivo en un texto “literario” y claro está, cómo analizarlo. Si lo hacemos desde un punto de vista temático la cosa estaría clara: aquí se habla de una amistad que afecta tanto al autor como al lector, a la historia y a la trama; y si lo hacemos desde un punto de vista cognitivo, deberemos ver cuáles son las respuestas afectivas de la escritura, su ritmo y sus maneras de contar y de mostrar esa amistad. Y lo que a mí me parece más importante, el valor performativo de estas páginas, de las emociones que aquí se inscriben y que nos permiten poder imaginar una comunidad emocional en la que nosotros, como lectores, podemos compartir valores y deseos. Hay una escena de la escritura y hay una escena afectiva, e Ildefonso es capaz de hacer que ambas sean representables en Pliegue a pliegue, donde se crea una especie de comunidad textual idónea y competente para estructurar su relato.

La lengua, el habla de esta historia afectiva, es una lengua de lo singular compartido, del acontecimiento de una relación vital, del acontecimiento del encuentro, aquella política de los encuentros que antes citábamos, desplegándose en armónicos múltiples, entre la singularidad propia del autor, de Ildefonso, y la singularidad propia de quienes aquí vienen y actúan (Tomás Salvador, Miguel Suárez) y dan forma al acontecimiento de la escritura.
Y hay también una toma de posición afectiva que nace de un parpadeo que alcanza y vive en los virajes, en ese ir y venir acronológico del texto, y digo acronológico porque ácrono remite a lo atemporal o intemporal, y este libro no es eso, hay tiempo, pero es otra clase de tiempo: tiene un ritmo o movilidad intrínsecos que, precisamente, no puede fijarse, un parpadeo comparable al de las estrellas, una luz fenomenológica, la del conocimiento sensible. Un parpadeo que moviliza la afectividad, el afecto suscitado por el encuentro, por el reencuentro ahora con la memoria de Tomás. Una ucronía dice Ildefonso, es decir, una reconstrucción de la historia sobre datos hipotéticos y/o posibles.
Sería imposible dar cuenta de la “retórica” de la afectividad, de los recursos afectivos que este libro pone en uso para alcanzar su efecto, y que el lector deberá ver y reconocer, porque cada lector será afectado de una manera propia, y porque esos recursos son susceptibles de ser despertados en quien recibe la obra. Pero su medida es la lengua, la lengua que habla, que es la que de verdad se pone en juego en lo contado. Y todo esto que vengo diciendo, lo dice y lo señala el propio autor desde la contraportada y en el propio libro:
«La condición originaria del relato era montarlo con materiales ya hechos: desde sueños a papelitos, hallazgos, voces diversas (la de Tomás, decisiva, claro). Escribir yo en él lo menos posible desde el momento actual, que es el de la pérdida («Yo que no estorba escasea», ha escrito Eduardo Milán).

(…) Un álbum; un álbum con adherencias, fragmentos, cosas traídas de cerca y de lejos, de aquí y de allá. Un cruce de escritos, de géneros, de magnitudes y tiempos. Lo que se reúne por afinidad (y también por ser contrario y ser semejante) a lo largo de los años, en los laberintos de la memoria. Y todo quisiera encontrar su sitio, pliegue y despliegue, una nueva armonía.
El tiempo en este libro no es cronológico, sus cosas van y vienen, fechadas o no, hacia adelante, hacia atrás. Con la excepción de los escritos de Tomás, el resto es anacronía, ucronía.
(Tal vez más de un lector se despiste, le baile algún dato y se incomode. Forma parte del juego en que autor y lector estamos metidos).
Toda amistad es una afección. Todo en nuestro relacionarnos fue afecto, por esa relación yo fui afectado de por vida. Este libro es un intento de contar a mi manera algunos modos de ese afecto.»
El lector se va a encontrar con una herencia fracturada, su archivo y su memoria, una mirada que es llevada a cabo sobre la relación tan directa que tienen los recuerdos, las vivencias, el tiempo y la memoria con la propia identidad. Un proyecto que bebe de la propia experiencia, que trabaja con la memoria como construcción del ser, con los fragmentos de la memoria frente a la erosión del tiempo, haciendo que estos pedazos, este montaje de pliegues alcance su propia trama.
Antes decíamos que aquí no hay biografía o autobiografía, tan en auge en eso que se ha dado en llamar la narrativa del yo, pues esos recursos antes también citados se separan y alejan de los escritos biográficos ante la imposibilidad de entender el sujeto como unívoco, anteponen la multiplicidad de perspectivas a la univocidad de una voz autobiográfica, lo ambiguo a lo preciso, lo colectivo a lo autoritario por únicamente personal o íntimo y particular. La travesía ha de ser leída entonces como una obra que acude a la narración de la memoria colectiva con elementos narrativos y poéticos, que viene a señalar la futilidad frívola y deíctica del yo y la dificultad para relatar el tiempo pasado sin abandonar la capacidad de convocar a la reconstrucción como garantía de ir más allá de la reproducción y la repetición: no es un relato adverbial ni referido a cronología, a referentes temporales particulares. La dimensión especular de la voz (Tomás Salvador, Miguel Suárez, e Ildefonso, ellos mismos reflejados) no intenta configurar un yo, sino que traen a cuenta los márgenes movedizos de la identidad: una suerte de consciencia nómada que libera al sujeto de una visión única de la realidad, pues lo nómada destruye los márgenes, incluso los de la primera persona como irrefutable autoridad de las formas de la memoria centralizada y unívoca. Lo que Ildefonso enuncia es un encuentro, un encuentro con la memoria, un encuentro que fragmenta el control (del lector) sobre la presentación de los hechos. La tensión viene creada por su misma naturaleza diegética, en tanto en cuanto busca crear y obedecer sus propias reglas, crear su propio género de habla y de dicción.

Son esos otros que acompañan al narrador, la narración de los otros, los que sirven de recipiente, y lo contado se disgrega en el relato de las vidas de otros mezclada con la historia del que cuenta. A veces incluso pareciera que asistiéramos a una historia que supera a la propia historia, y el autor y el lector asumiéramos nuestra naturaleza de transeúntes de la crónica expuesta y referida. Esta narración con los otros construye una mirada sobre esos otros, esencialmente sobre Tomás, que viene a demostrar que la vida es inseparable de otras vidas. Hay un abandono del yo para construir al otro. Escribir la vida de los otros para dar cuenta de la propia vida. La narración de una experiencia común con la que cualquiera de nosotros puede sentirse interpelado e, incluso, querer ser protagonista, leerse como protagonista, porque esta urdimbre de interlocución posibilita una relación especular entre quien lee y quien es narrado. Como se dice en el libro, la historia de dos amigos, Fonso y Tomás, es la de “dos que convocan a otras y otros”, y así el relato se va trazando, como bien ha dicho Eloísa Otero, “de distintas maneras posibles a base de encuentros, conversaciones, espacios compartidos, aventuras de juventud y madurez, veranos bajo la parra en Arenas de San Pedro, viajes on the road, postales, cartas cruzadas, lecturas y escrituras, poemas, cuentos inacabados, sueños, juegos surrealistas, ‘visitaciones’, descubrimientos…”. Y por encima de todo la poesía: “Nuestros principales proyectos literarios eran leernos, intercambiarnos, hablar, hablar noches enteras, la poesía como un habla de la amistad. Ese fue nuestro trabajo poético más gozoso”.
Y voy ahora a Tomás Salvador hablando de Ildefonso Rodríguez. Dice Tomás al inicio de la presentación en Valladolid del libro Informes y teorías (2018): “Hace años, aunque no soy capaz de precisar la fecha ni la ocasión, seguramente en una de las visitas que me hacía cuando yo vivía en Zamora o en La Parra, Fonso me preguntó si tenía algún amuleto. Ante la cara que puse y mi respuesta negativa, sacó del bolsillo un atadijo de telas y otros materiales que las arrebujaban en una especie de riñoncito que le cabía en el puño. “Yo no salgo de viaje sin alguno de los amuletos que fabrico para que me sirvan de protección”. Y sin la menor duda, estos pliegues (este atadillo fracturado de elementos híbridos y múltiples, estas piezas de coleccionista de materiales diversos de la memoria) son un amuleto, una forma de intimidad y, sobre todo, de fidelidad, a su propia y personal escritura y a la reflejada en los otros, en la memoria de lo vivido. Su forma, recordado ese abecedario que se publicó en la revista El signo del gorrión y que se cita en el libro, nace de una “aflicción: (que es cuando) se oye al que no está”.
Parafraseando lo que bien y magníficamente ha dicho Fernando Menéndez en su reseña de este libro de Ildefonso Rodríguez (La Nueva España, 9 de mayo de 2024): para quien conociera a los tres es la emoción de un regalo; y para quien no, aquí podrá hacerlo, pues estos pliegues nos invitan, casi diría que nos inquieren, a hacerlo con prontitud. Al fin y al cabo, este es el “libro de las reparaciones”, de quien recoge sus materiales y los usa para reparar y remediar creando su propio y analéptico tiempo: y la analepsis (del griego, recuperación, restauración, renovación, retrospección o escena retrospectiva), es una técnica que altera la secuencia cronológica de la historia, conectando momentos distintos y trasladando la acción al pasado. Se utiliza con bastante frecuencia para recordar eventos o desarrollar más profundamente el carácter de un personaje. Las analepsis se utilizan para relatar eventos que sucedieron antes de la secuencia principal de eventos de la historia y así rellenar detalles cruciales de una historia de fondo. Pasemos entonces al fondo de esta historia y aprendamos de los deberes de la afectividad.
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NOTAS:
[1] Tácito español, con aforismo por Baltasar Álamos de Barrientos. En Madrid: por Luis Sánchez a su costa y de Iuan Hasrey, 1614. Existe edición moderna: Aforismos al Tácito español, Baltasar Álamos de Barrientos; estudio preliminar por J. A. Fernández-Santamaría. Madrid: Centros de Estudios Constitucionales, 1987.
