
‘Escritor impuro’ de ‘libros fronterizos’,
Tomás Sánchez Santiago
La palabra hace madurar la escritura de Tomás Sánchez Santiago en cada verso, en cada línea. Poeta, narrador, ensayista, crítico literario, estudioso y veedor de los pormenores que sustentan la escritura –los guardan para contarlo sus cuadernos–, su obra está ’tocada’ por la Poesía, es Poesía. Podría afirmarse que es autor de una sola obra presentada con embalajes variados. Destacaremos alguno de sus títulos. En poesía, Amenaza en la fiesta (1979), La secreta labor de cinco inviernos (1985), El que desordena (2006), Pérdida del ahí (2016); “libros fronterizos”, Para qué sirven los charcos (1999), Los pormenores (2007), Calle Feria (2007), Años de mayor cuantía (2018), El murmullo del mundo (2019). Numerosas antologías recogen poemas del poeta zamorano. Algunos de sus libros han sido traducidos a varios idiomas. Su obra está siendo reconocida con importantes premios. El más reciente, el Premio de la Crítica de Castilla y León. Poeta lúcido y necesario. Elocuentes, fértiles siempre sus espacios y tiempos de silencio.
Por TOMÁS NÉSTOR MARTÍNEZ
Desde astorgaredaccion.com
—El poeta, ha señalado en alguna ocasión, se adentra en lo incierto para desvelarlo con la palabra. ¿Cómo se accede a ese territorio de la incertidumbre? ¿La palabra alcanza siempre su objetivo o puede quedar corta?
—Con algo parecido a la temeridad. El lenguaje de la poesía no tiene que ver necesariamente con la previsión verbal. Sí tiene que ver con la precisión, un concepto que aquí incluye valores extraños que afectan más que a la exactitud a la resonancia emocional de las palabras. Y eso ya está más cerca de la poesía. Cuando el poeta negocia con las palabras del poema, sabe que debe entrar irremediablemente en el territorio de los nombres para rozar la verdadera realidad; pero sabe a la vez que hay un hiato fatal entre lo que se nombra y lo que existe realmente. He ahí la paradoja dramática que conlleva escribir un poema. Es un ejercicio de osadía y de insatisfacción a partes iguales.
—“No tengo de mi lado al lenguaje”. ¿Huye la palabra? ¿Qué hacer para que esté a su lado?
—Ese verso tiene que ver con la convicción, tan común a todo poeta, de que las palabras le abandonan sin aviso y nunca hay certeza de reponer esa alianza con ellas. Es algo parecido al amor. El deseo y el abandono se presentan inopinadamente. Y hay que aceptarlo así. Por eso he dicho alguna vez que el poeta es un contratado a tiempo parcial.
—“Pelar las palabras”, abrir “por el centro las palabras”, ¿cirugía estética o lingüística?
—Tal vez sean imágenes que dan cuenta de una búsqueda radical en el lenguaje. En otro lugar digo eso: “Escarbar. El oficio del poeta”.
—Recuerda a través de sus textos a John Berger, quien sostiene que la finalidad de la escritura es un acercamiento a la experiencia sobre la que se escribe. ¿Es posible escribir sin haber vivido ni haber soñado? ¿”Cuando escribes te manchas de ti mismo”?
—Toda escritura tiene que ver con la memoria de la experiencia. Pero la memoria no es un territorio estable ni plano, lleno de seguridades o de certezas. Al contrario, es como una costa que se va deformando imperceptiblemente, lamida de continuo por el océano. Va modificándose a su modo. El poeta entra en ese territorio de lo memorable y manotea entre palabras; ¿qué otra cosa puede hacer? Desde otro punto de vista, reconozco que la poesía que he podido escribir está demasiado contaminada –o ‘manchada’– por un ‘yo’ lleno de claroscuros, que aparece y se difumina como una identidad escurridiza. Ese espesor biográfico tiñe mis poemas irremediablemente de sustancia vital propia, desfigurada y ajustada a la lengua extrema del poema.
—Además de ejercicio de conocimiento, ¿es la escritura una forma de autoconocimiento?
—Debería serlo. No se trata de ‘contar’ simplemente sino de encontrar volumen y raíz a aquello que parecía no tenerlo. El poeta Tomás Salvador González lo expresaba así: “Todo ansía prender”. Y también: “El más pequeño palitroque puede volverse cepa en la memoria”. Yo también creo en eso. Así que el valor de la escritura no es la extensión sino la profundidad. Vuelvo a citar ese verbo tan primario y elemental, propio de los animales: escarbar. He ahí el oficio del poeta.

—La poesía como “acto de escucha”. Primero, escuchar; “luego asumir el rol de quien posee las palabras”.
—Lo primero es eso: escuchar. Valente definió la poesía como un acto de escucha antes que nada. Y en la escucha va implicada la voz, que da carnosidad y jugo a las palabras. Sin embargo, hemos perdido mucha capacidad oral. Y últimamente, con los artilugios que manejamos para comunicarnos, ya nos conformamos con monigotes que quieren expresar estados, emociones… Pero la poesía va unida a la voz desde el principio. Una palabra que suena tiene algo más que una palabra que solo se lee. Lo leído apela a la inteligencia del lector; lo escuchado revela algo más de quien emite esa palabra: una complicidad cordial. De modo que es por el oído por donde entran las palabras en la conciencia del poeta. Uno las oye, aunque sea dentro de sí mismo. Al menos, yo lo experimento así.
—Como “escritor impuro” de “libros fronterizos” lo presentan algunos críticos. ¿En qué consiste esa ‘impureza’ literaria?
—No me planteo deliberadamente cómo ha de ser mi territorio de escritura. Pero creo yo que todo lo que he sabido hacer está empañado por el aliento dominante de la poesía. Hay numerosas vinculaciones entre mis narraciones, mi escritura de anotaciones –la que aparece en El murmullo del mundo– y mi poesía. Un juego de ecos que se interpelan, que se convocan mutuamente y a veces incluso acaban explicándose o completándose unos a otros. Es una especie de escritura mural donde se establecen correspondencias inesperadas que ni yo mismo tracé de antemano. Probablemente es que el manantial es el mismo para todo ello.
—El poeta, como el místico, escribe Valle-Inclán, ha de tener percepciones más allá del límite que marcan los sentidos, ¿qué encuentra el poeta más allá?
—No tengo claro qué será ese ‘más allá’, ese ‘au-delà’ que atisbaron Rimbaud o Baudelaire. Esa superación de los límites sensoriales es una experiencia al alcance de ciertos seres, sean poetas o no, tocados por una especie de hiperestesia. Y entonces la expresión artística se va por su cuenta fuera de los dominios del creador. En ocasiones, el proceso es el contrario y la expresión se encoge, se minimiza en busca de entrar en la nada. Siempre me ha impresionado la obra de Giacometti, que parece buscar la desaparición con sus esculturas filiformes, ya a punto de ingresar en el no ser. Cuando le preguntaron por qué su obra era así, él respondió que simplemente intentaba atrapar a tientas en el vacío “el hilo blanco de lo maravilloso”. Esta expresión es difícilmente explicable pero nos basta para entender lo que el genial Giacometti pretendía, lo que él buscaba en su peculiar ‘más allá’: el resplandor del vacío.
—“Cada palabra escrita es una decisión tomada”. Y las palabras no escritas, por tanto, no elegidas ¿permanecen inertes?
—La cuestión es más complicada porque palabras que no aparecen son a veces la espina dorsal de un poema. La omisión es uno de los procedimientos poéticos más frecuentes, sobre todo desde el Simbolismo. Antonio Machado tiene un breve poema en que va contestando a quien le pregunta por su amor con respuestas del mundo natural que parecen fuera de contexto. La elusión de la palabra certera es la que la hace aparecer, aunque sea ‘in absentia’. También me viene a la memoria un poema de Antonio Gamoneda que trata de las manos, pero esta palabra jamás aparece a lo largo de él. Si apareciese, quizás se derretiría la fuerza del poema. “Somos lo que no declaramos”, como dice en un verso feliz la poeta americana Idra Novey. Son los misterios de nombrar poético, donde no se ofrece el dato sino la resonancia nominal.
—En sus textos –Los pormenores, Calle Feria, Amenaza en la fiesta, En Familia, por citar algunos-detiene la mirada en lo minúsculo, en lo invisible aunque evidente, en lo transitorio para elevarlo a perdurable. ¿Se pueden obviar, al escribir, los pormenores que cada día nos acompañan?
—Es que los pormenores de la vida que nos acompañan como una orquestina que no quiere molestar son a veces la parte sustancial que explica algo. En la vida no solo nos determina lo que parecería llamado a hacerlo; aquello que no parecía destinado a afectarnos es con frecuencia lo que más nos influye. Yo estoy convencido de eso.

—¿El que desordena aviva e incendia la lengua? ¿Puede quien desordena recuperar las pérdidas?
—Definí al poeta como el que desordena. La poesía, considerada así, es un acto de subversión, de subversión verbal. De desorden. En el poema, el lenguaje no está normalizado, no se conforma con el acto de designar en busca de una correspondencia epidérmica e insuficiente entre las palabras y las cosas. Volvemos a aquello de escarbar, de ir a lo hondo incierto, de no confiar en lo aparente. Como decía Blas de Otero: “Dios me libre de ver lo que está claro”.
—La propuesta estética de su escritura, apunta E. Moga, tiene “un correlato ético”. ¿Hasta dónde debe extenderse “el desorden del lenguaje? ¿Hay que “… pegar / una última llamada / a la insubordinación”?
—El que desordena fue un libro con una clara vertiente política, en ese sentido de lo político como una actitud comprometida que hay que verter sobre cualquier acto de nuestra vida personal. En esa acepción se incluye, naturalmente, la insumisión ante lo que dictaminan los engranajes perversos del poder, de cualquiera de los modos del poder. A eso se referían los versos que usted cita. Pero mi idea de la revolución no se detiene en gestos de estrépito histórico. Sigo pensando que hay que llevarla al rumor de la vida cotidiana. Los surrealistas y Cortázar ya lo plantearon así.
—Evitar que el olvido de lo que hemos sido y somos tenga un efecto devastador ha de ser para quien escribe y para todo ser humano objetivo irremplazable, ¿cómo insistir hasta convencer para que ese olvido no se instale ni conviva a nuestro lado?
—Eso se me hace imposible porque el olvido es parte de la memoria. Siempre lo he considerado así. Aún recuerdo aquel verso de Luis Rosales que tanto me perturbó en mi juventud: “Quizás la perfección no se complete sin olvidar”. Descubrí entonces que el ser humano necesitaba el olvido tanto como los recuerdos. Escribí toda una sección sobre ello en La secreta labor de cinco inviernos.
—Hay quien considera actualmente raro y troglodita a quien apuesta por la voz y la presencia como elementos fundamentales en las relaciones humanas. ¿Va quedando relegada la palabra presencial?
—A las pruebas me remito. La gente llega a utilizar los mensajes electrónicos para opinar sobre cualquier tema delicado que exigiría tono, gestos, voz… Y así se producen los malentendidos. Fíjese hasta dónde llega el relegamiento de la palabra que en esa tontería anual de elegir eso que llaman ‘la palabra del año’ esta vez han decidido que sea ‘emoji’; en la decisión veo implicado el ensalzamiento de lo icónico sobre lo verbal. El lenguaje verbal se va reduciendo a escombros…
—¿Cuánto le debe al frío?
—Considere que he tratado al frío simplemente como un tema poético. Con eso bastaría para responderle. Pero es que también personalmente, biológicamente soy un hombre del frío. Me acomodo a él mucho mejor que al calor, tan irritante. En cambio, el frío trae consigo intimidad, cercanía, necesidad de descansar una mirada morosa sobre cuanto nos rodea. Cuando van llegando esos atardeceres de otoño –si es que el tiempo no hace piruetas de las suyas, como últimamente– yo me siento protegido, cercano a un bienestar intraducible que pasa, desde luego, porque puedo combatirlo y no lo sufro. Pero, sí, soy una criatura del frío. Me sienta bien.
—Reconoce como maestros a Aníbal Núñez, Jean Genet, Claudio Rodríguez, Poe, Cortázar…, ¿y autores vivos?
—Antonio Gamoneda sobre todos los demás. Maestro y amigo, con esa amistad que tiene mucho de sabiduría paternal. He tenido mucha suerte pudiendo leerlo y pudiendo tratarlo.

—La calle es siempre vida; Calle Feria, reunión de tantas y múltiples vidas. ¿Qué otra(s) calle(s) de aquí o de allá rescataría para ‘novelar’ como ejemplo de diversidad y vidas?
—No creo que pudiera fijarme en ninguna con tanta intensidad como la Calle Feria zamorana donde crecí, donde conocí la vida entre las palabras de los comerciantes y los zapateros. Fue un espacio muy especial para mí, de donde apenas se salía en aquellos años cenicientos. Cuando ahora nos ha tocado cumplir con esta cuarentena general por motivo de la epidemia del coronavirus, yo he vuelto a revivir la experiencia de aquella otra cuarentena que era, en realidad, no abandonar la calle casi nunca. ¿Para qué? Allí parecía haberse concitado, como en el arca de Noé, el universo entero. A mí entonces me parecía que allí estaba contenido el mundo.
—“El poeta es alguien que sabe que tiene que dejar de escribir…Yo lo comparo con un contratado a tiempo parcial o un fijo discontinuo”. Imagine su vida con periodos vaciados de escritura y de lecturas.
—¡Pero es que es así, en realidad! Los periodos de secano abundan en mí. O bien esos otros de sensaciones comatosas en las que no acaba uno de saber agarrar por el rabo a las palabras. Entonces suelo esperar con paciencia en ese purgatorio que es la incertidumbre. Luego, nunca sé cómo, se empieza a armar por su cuenta algo que acaba desembocando en un poema, en un relato… Y más adelante se aparece ya el libro. Uno asiste de muchas maneras a todo ese proceso: como autor pero también como comisario y como espectador y hasta como rehén de lo escrito… La identidad del escritor es resbaladiza, amigo.
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