CRÓNICA / «Dentro del laberinto»

"Del laberinto al treinta". © Fotografía: Carlos López Fernández.
«Del laberinto al treinta». © Fotografía: Carlos López Fernández.

Crónica del espectáculo “Del laberinto al treinta”, surgido del Laboratorio Poético —organizado por la Concejalía de Cultura de León y coordinado por tercer año consecutivo por el poeta Víctor M. Díez— y que se presentó al público el pasado miércoles 30 de marzo en el Palacio del Conde Luna (León) con un montaje multidisciplinar en el que se combinaron artes escénicas, poesía y música. El reportaje fotográfico es de CARLOS LÓPEZ FERNÁNDEZ.

Por ZOE

Es extraño estar en un desierto esperando a Godot y encontrarse rodeada de gente por todas partes. Pero eso sucede cuando los espectadores estamos subidos en el escenario y el escenario es la propia calle.

Godot iba acompañado de otros personajes y en destartalada procesión caminamos tras ellos, en dirección al Mercado de Abastos del Conde Luna. Bajo la marquesina dio comienzo la música de los violonchelos, los violines, los saxos y las flautas traveseras de una banda de zíngaros, acompañados por la voz de aquella hermosa mujer de gitano swing. Bajo su influjo casi podías olvidar que existía la poesía. Quizás por eso en el suelo un letrero rezaba “Nadie escucha a los poetas”. Los espectadores podríamos haber pensado que aquel lema era un “zasca” pero… Quizás fuera que la magia nos obligaba a olvidarnos de que acudíamos a una cita con el Laboratorio Poético: “Del laberinto al 30”. Quizás acostumbrados a los usos y maneras habituales, fascinados por la música gitana y aquellos atuendos, podríamos olvidarnos de que el acto giraba entorno a la poesía y que aquello que nos disponíamos a escuchar eran los textos de Vicente Huidobro, Méndez Ferrín, Carlos Oroza, Silvia Abad, la tradición oral nativa americana, Burroughs y Alejandra Pizarnik.

Godot, ataviado con un pantalón amarillo, una chaqueta azul y un sombrero, subido en una escalera, ponía punto y final a su vida, con soga áspera y gruesa. Y como si se tratara del muérdago bajo el ahorcado, el cartel en el suelo que rezaba “Nadie escucha a los poetas”. Puede que se nos olvidara por una tarde, pero algo en nuestro cerebro, al final de aquel espectáculo, nos lo recordaría. Volveríamos al mundo real para decir, pero… ¿y esto? ¡Esto era poesía! En el laberinto del 30 sufrimos un engaño, un desvarío. Y cómplices, nos dejamos perder.

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Escuchamos a los zíngaros poner punto final a la escena dramática del ahorcado y nos subimos de nuevo a la procesión, retomando el serpenteante camino hacia las puertas del Palacio del Conde Luna. Palacio donde algunos dicen que habita un fantasma ¿Y qué mejor lugar para jugar con las palabras, las melodías y la poesía? Quizás el fantasma inspiraba a toda la troupe o quizás fuese al revés, y el espectro hará de las suyas en lo sucesivo, atemorizando a las gentes que por allí concurren, removiendo objetos, cerrando puertas, abriendo pestillos, inspirado por los sonidos de cuerda y viento y las voces y gestos que la troupe dejó.

Una vez dentro ¿cómo hubiésemos imaginado que el mostrador del Palacio del Conde Luna pudiera servir para aquello? Sobre él, una mujer que recordaba a Safo, inundaba la estancia con un lamento.

Eva,
Évame,
Évame Malú.
No rompas el silencio,
no toques la pared.

Resultaba chispeante que un mostrador se pudiera pisar, que un mostrador dejara de ser mostrador para ser escenario, árbol, coche, cama, casa, naufragio, litigio, polvareda, o lo que quiera que fuese. “Del laberinto al 30” los objetos cambiantes. La poesía ya no son palabras. El espacio se diluye.

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Seguimos en tropel hacia una sala con una gran escalera en la que habitaban otros dos personajes. El hombre caminaba de una manera imposible. Subía y bajaba la escalera en horizontal. Puede que en vez de un hombre fuera un pájaro o que se hubiera escapado de un cuadro de Escher, y en su extraño caminar nos hablaba al tiempo que, sobre él, una mujer, en el piso de arriba, abrazaba sus ropas. Extraña mujer de alegres colores y de peinado alegre pero de triste rostro. Nos dirigía sus palabras, alegres y tristes a la vez, abrazada a un camisón.

Continuamos camino guiados por un rap que surgía del pasillo del Laberinto. En aquel momento pudimos pensar ¡ah, sí! Al fin empieza el espectáculo, hay sillas. Me tengo que sentar.

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Nos sentamos. En el escenario, corazón del Laberinto, una orquesta. La banda de los zíngaros había cambiado su opción de vida. Empezó una música de extraños sonidos bañada en tonalidades verde, naranja y azul inundándolo todo como un cuadro fauvista. De nuevo hicieron su aparición los personajes Godot tomando asiento en unos cubos rojos delante de la orquesta. Comenzaba la música, la extraña música de los violonchelos, los violines, los saxos, las flautas traveseras y la voz de aquella bella mujer como un instrumento más. No sabíamos si nos querían despertar, si nos querían dormir, pero allí estábamos encandilados. El escenario parecía un acuario lleno de luces y peces, peces personajes Godot subiendo y bajando a ritmo de extraño son y a la orden de aquella enigmática directora de orquesta. Parecía que los peces querían salir del acuario, pero no lo conseguían. Sacaban la cabeza, cogían aire y se volvían a sumergir.

De la parte de atrás de la fila de asientos surgió la voz de un hombre. Una mujer le colocaba una capa de afeitar, y acariciaba su barba. Sus versos rebotando contra la cúpula se perdían entre un público que parecía no querer volverse a mirar, prefiriendo escucharles con los ojos cerrados.

A continuación, una mujer y una joven aparecieron en el atril del escenario acuario. Ajenas a las maneras y vestuarios de la troupe, nos leyeron unos poemas. La joven poeta surgió con unos versos de colores góticos, escritos de su puño y letra. Silvia “la joven” crecía ante nosotros. Y sus palabras desgarraban la comisura de los adormecidos cerebros.

Finalmente los Peces-Godot empezaron a mover los cubos rojos, los cubos rojos, que eran otro personaje más. Caminaron sobre ellos retomando la procesión y la palabra hacia la salida del Laberinto.

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Terminaba el espectáculo y Víctor M. Díez nos presentaba a toda la troupe al son de un rap. Quien volcó anhelos en el Laboratorio Poético quizás alguna lágrima vertió en el proceso.

Elenco (actores, poetas): Alejandra Nieto, Andrea Soto, Angel Zotes, Belén de la Viuda, Conchi G. Salomón, Daniel Cascón Mielgo, Elisa Herrero Garmendia, Gonzalo Pumares, Inocencio Cisneros (Ino), Iván Díez Álvarez (Genzo P), Jorge Pascual, Lorena De Paz, Nuria Antón, Saúl García, Silvia Abad Montoliú, Sofía Martínez, Teresa Gonzalez.

Orquesta del Laberinto: Marta Fierro (flauta), Alberto Martínez (flauta), Eugenio González (violonchelo), Mónica Jorquera (violonchelo), Cova Villegas (voz), David Martínez (violín), Manuel Domínguez (violín), Rubén Díaz (saxo), Ildefonso Rodríguez (saxo, clarinete).

Claustro del Laberinto: Chefa Alonso (orquesta), Javier R. de la Varga (puesta en escena), Manuel A. Ortega (voz), Carlos Ordás (producción), Eloísa Otero (prensa, comunicación, blog y redes sociales), Víctor M. Díez (coordinación y dramaturgia).

La orquesta nos despedía con una última pieza musical. Entonces una voz me hizo volver en mí y regresar de aquel estado de ensimismamiento. Oigo mi nombre, —¡Zoe!— me llamaban desde afuera —¡No ha terminado el espectáculo, ven!—. Pero yo continuaba atrapada en el Laberinto y no podía salir a la calle a presenciar el remate final.

Aquí sigo desde entonces, en el corazón del Laberinto del 30, en compañía del fantasma que no se está quieto un minuto, imbuído del espíritu de la troupe. Quizás tenga que esperar un año entero hasta que vuelva a mi rescate el Grupo Salvaje y me lleven con ellos y me dejen quedarme con ellos.

Más información:

© Fotografía: Daniel C. Mielgo.
© Fotografía: Daniel C. Mielgo.

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